Deberíamos, quizás, empezar por tener claro que cualquier ficción es política. Por mucho que lloren los fans del discurso de "dejad de meter mensajes políticos en las películas de mi infancia", cualquier película, libro, canción, cómic, videojuego o serie de televisión tiene un discurso político. Por la sencilla razón de que cualquier obra (hasta las de encargo) reflejan, voluntariamente o no, la visión del mundo de un individuo o un equipo. Y esa visión siempre es política porque eh, no existe una percepción neutral, justa, infalible e irreprochable de la vida. Y si existe, quiero a ese monstruo lejos de mi arte.
Quizás es en los géneros puros donde más clara está la cuestión: parecen moverse bajo códigos preestablecidos, lugares comunes, tópicos heredados, pero solo hace falta una pequeña chispa de ingenio, malicia, personalidad o intención para que prenda la chispa del comentario, la crítica, la observación afilada. Pasa en el cine y la literatura noir, por ejemplo, más crónicas de una época oscura y violentísima que meras historias de crímenes. Pasa en el terror y ciencia-ficción, claro, que han usado monstruos y entelequias desde sus orígenes para plantear símbolos y metáforas sin tapujos. Y pasa con Agatha Christie.
Agatha Christie siempre ha tenido fama de señora que escribía historias clasistas, alejadas de la realidad, casi la contrapartida floja y elegante del callejero y violento noir americano. Y en parte es cierto: aparte de un molesto, algo ingenuo racismo muy de dama alejada del día a día de sus compatriotas más desfavorecidos, sus historias transmiten una visión frívola y despreocupada de las clases altas, entretenidas con sus crímenes no muy sangrientos, engaños y pequeños desfalquitos. Cosas de los ricos.
Pero solo rascando un poco en la superficie se encuentran detalles de bilis hacia precisamente esas clases altas que rebaten esa idea de la Dama del Crimen como vetusta derechona. Por ejemplo, tenía una visión muy crítica del despiadado mundo de los negocios, y solía presentar a los ilustres financieros como gente de poco fiar o directamente, como criminales. Una visión que se acentuó muchísimo en su obra posterior a la Segunda Guerra Mundial, sin duda empujada por lo que veía en el día a día.
Sus obras, además a menudo enviaban mensajes de reconciliación entre clases -sin paternalismo- y crítica de los totalitarismos. En la no muy conocida novela de 1941 'El misterio de Sans Souci', por ejemplo, directamente relacionaba a los ricos con los nazis. Y siempre sintió devoción por las minorías y los marginados, y por eso Poirot es un inmigrante y Miss Marple una mujer anciana.
La versión Johnson del crimen
Pues algo similar se puede aplicar a 'Puñales por la espalda', una película que no oculta en ningún momento su naturaleza de reverencial homenaje a las intrigas de Agatha Christie y, en general, al simpar Detection Club, el grupo de escritores de historias de detectives de los años treinta del que formaba parte la propia Christie. Y por supuesto, a todas las películas que heredaron su espíritu despreocupado, algo frivolón y vodevilesco.
Sobre el papel, la película de Johnson es un whodunit clásico: conoceremos a los Thrombeys, una familia acomodada de Nueva Inglaterra que vive del éxito literario del patriarca, el escritor de novelas de misterio Harlan Thrombey (Christopher Plummer). La noche de su 85 cumpleaños Harlan es asesinado y todos son sospechosos para el excéntrico (pero sagaz) detective Benoit Blanc (Daniel Craig).
Pero 'Puñales por la espalda', además, aprieta las teclas en términos de comedia, ya que desde los años treinta las cosas han cambiado, ha pasado casi un siglo y es imposible referenciar a la época sin algo de distancia irónica (o sin jugar la carta de la nostalgia memética, como la reciente y estupenda versión de 'Asesinato en el Orient Express' de Kenneth Brannagh). El juego de la autoparodia y el sarcasmo es de doble filo: permite que el espectador moderno entienda y abrace códigos narrativos pasados de moda, pero por otra parte distorsiona o incluso camufla el potente ingrediente corrosivo que tenía Christie pero, sobre todo, que revitaliza Rian Johnson.
Y lo hace de la forma más sencilla: convirtiendo a la inevitable brújula moral de toda película de suspense, en este caso Marta (excepcional Ana de Armas, que desborda un candor asombroso y aún así, como en todo buen whodunit, funciona como una sospechosa más), cuidadora y mejor amiga del escritor fallecido, en hija de inmigrantes sin papeles. Solo con ese detalle la película se transforma en un comentario tan sencillo como directo, penetrante y sin ambigüedades acerca de quiénes trabajan y quiénes explotan en Estados Unidos y, por extensión, en la sociedad occidental.
El retrato de Johnson de la familia de millonarios que viven literalmente de las rentas y del trabajo de uno solo de sus miembros es despiadado, y nadie se libra: del hijo dueño de la editorial que publica en exclusiva sus best-sellers a la viuda de otro hijo fallecido del autor y su nieta, que cobran religiosamente cheques de manutención. Nadie se salva en este retrato de las clases pudientes: y si la gracia de una novela de Agatha Christie es ir averiguando los motivos ocultos por los que todos los personajes se convierten en asesinos potenciales, aquí las cartas están sobre la mesa desde el principio. Cada uno tendrá sus motivos, pero lo que está claro es que esta familia rebosa malnacidos sin escrúpulos.
El retrato de Johnson de la familia de millonarios que viven literalmente de las rentas es despiadado, y nadie está a salvo.
Johnson afirmaba en una entrevista con la revista Time que el género del whodunit es "especialmente adecuado para hablar de estructuras de poder" bien asentadas en la sociedad. Y, afirma, "Christie no era una escritora abiertamente política, pero siempre escribía sobre su época, y de distintas formas sobre la sociedad británica contemporánea a ella". Johnson ha llevado a cabo algo similar: ha aprovechado un reparto coral y un entorno hostil para caricaturizar un sector muy específico de la sociedad en la que vive.
Para reforzar esta crítica, y además hacer que funcionen los resortes del suspense, Johnson usa lo que llama en esa misma entrevista una "protagonista Hitchcock": alguien del exterior a esa familia endogámica que se gane las simpatías del espectador. El toque de genial crítica social llega con la idea de que el personaje de Ana de Armas, cuidadora de la víctima y su única amiga auténtica, sea inmigrante. Averiguar quién mató a Harlan se convierte, por usar un término también hitchcockniano, en un macguffin, y lo que gana peso dramático y motivación principal para la heroína es que su familia de inmigrantes ilegales puede verse descubierta.
La condición de inmigrante de la protagonista se emplea para subrayar la incultura, el clasismo y la estulticia general en la que vive inmersa esta boyante familia, que lo único que saben es que su empleada es latina, pero no terminan de ponerse de acuerdo en si es española, mexicana o venezolana, en uno de los running gags más celebrados del film. Al final, la condición de latina de Ana de Armas es un auténtico terremoto contra el statu quo que representa la familia de millonarios perezosos y mezquinos.
Sin perder nunca el humor ni dejar de ser una extraordinaria película de suspense al uso, 'Puñales por la espalda' se convierte así en un bilioso comentario sobre la riqueza, el origen de la misma y por qué demonios ésta no deja de moverse en círculos concéntricos, de manos en manos de los diez negritos de siempre. Un cul-de-sac social donde cabe un juego de Cluedo, pero también una demoledora deconstrucción de las injusticias sociales.
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