Aunque el western esté experimentado actualmente cierto declive —en absoluto en calidad, sino en cuanto al grueso de producciones— en comparación con sus años dorados, alcanzando su pico de popularidad en la década de los cincuenta, resulta sorprendente cómo un género que, para muchos, nació en 1903 con el 'Asalto y robo de un tren' de Edwin S. Porter, continúa tan vigente y magnético como siempre**.
Ha llovido mucho desde entonces, pero el cine "del oeste" continúa manteniendo intacta su capacidad de fascinación, ya sea a través de reformulaciones que actualizan —'Red Hill'— o hibridan —'Bone Tomahawk'— los cánones clásicos del género o, como en el caso de 'Sin piedad', abrazando sin ningún tipo de complejo el clasicismo de las obras más añejas.
Lo que permanece prácticamente inalterable es el modo en que el western, bajo su condición de narrativa épica, crea auténticas leyendas o moldea y redimensiona las existentes a su antojo. En el caso que nos ocupa, el actor y director Vincent D'Onofrio ha optado por abordar de nuevo el mito de Billy el Niño, siguiendo la estela de maestros como Arthur Penn o Sam Peckinpah, en un coming of age ejemplar que, con sus carencias, ofrece un atractivo nuevo punto de vista a una historia imperecedera.
De todos los escenarios posibles, puede que el salvaje oeste norteamericano sea uno de los más idóneos para ambientar un filme centrado en relatar una transición de niño a adulto como la que experimenta el protagonista de ‘Sin piedad’. Un marco crudo, hostil y descarnado que ve proyectadas estas características sobre el tono de la película, cuya dureza y la sequedad de su tratamiento de la violencia quedan eclipsados por los interesantes dilemas morales que plantea su guión.
Si estos discursos sobre el sentido de la justicia, la lealtad, el duelo y la venganza funcionan plenamente y se sitúan por encima a las más que solventes realización y puesta en escena de D’Onofrio es gracias a un tratamiento de unos personajes, tanto principales como secundarios que, fuera de toda duda, constituye el mayor acierto de la cinta.
Complejos, ricos en matices y dominados por los claroscuros, todos brillan por igual y engrasan a la perfección los engranajes que hace funcionar la narración como si de un Colt Paterson recién salido de fábrica se tratase; reforzados por las fabulosas interpretaciones de Dane DeHaan y, sobre todo, de un Ethan Hawke tan inspirado como de costumbre.
Puede que ‘Sin piedad’ no esté destinada a trascender entre las grandes joyas del wéstern, siendo algunos deslices puntuales en su ritmo y factura los principales causantes de ello; pero con sus imperfecciones, este nuevo viaje a los polvorientos paisajes de la Norteamérica de finales del XIX logra cautivar con su envidiable capacidad para transportarnos a la época en la que se ambienta y, por encima de todo, por cómo nos recuerda por qué este género centenario y sus mitos recurrentes continúan fascinando de forma imperecedera.
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