Tras catorce semanas, llegamos hoy al final de este especial dedicado a Peter Weir con el que espero haber puesto en valor las inmensas cualidades que las formas cinematográficas de este insigne realizador australiano han supuesto para el séptimo arte y que, como hemos visto en las dos últimas semanas, alcanzaban sendas cotas magistrales con 'El show de Truman' ('The Truman Show', 1998) y 'Master & Commander: al otro lado del mundo' ('Master and Commander. The Far Side of the World', 2003).
Terminamos pues, obviamente, con la última cinta que el realizador estrenaba en 2010 y lo hacemos con una nota algo amarga ya que, a ojos de aquél que ha suscrito este especial, 'Camino a la libertad' ('The Way Back', 2010) supone, en no pocos aspectos, uno de los filmes más irregulares de su director, quizás incluso por debajo del que en su momento expuse como una de sus decisiones más equivocadas, 'La costa de los mosquitos' ('The Mosquito Coast', 1986).
¿Una historia verídica?
Casi tantas veces como entregas ha tenido este especial he podido comentar cómo, más que él buscarlos, los proyectos con los que Peter Weir ha cimentado su carrera han terminado encontrándolo de una forma u otra. Y 'Camino a la libertad' no es una excepción. Tras rumorearse en 2003 que iba a encargarse de 'The War Magician', un filme que protagonizaría y produciría Tom Cruise y, dos años después, aparecer su nombre como el firme candidato a sentarse en la silla de director de 'Shantaram', que habría contado con Johnny Depp en el papel principal, no sería hasta poco después cuando caería en sus manos 'El largo camino', el relato de Slamovir Rawicz acerca de su huida de un gulag ruso en la Segunda Guerra Mundial y cómo recorrió a pie los 6.500 kilómetros que separaban Siberia de India.
Rodeado de controversia, el libro de Rawicz, escrito por el periodista del Daily Mail británico Ronald Downing, ya tuvo quién puso en duda la veracidad de lo narrado por el soldado polaco en el momento de su publicación en 1956, cuando dos exploradores expertos en el Himalaya llamaron la atención sobre las muchas inconsistencias acerca de la cordillera que se daban en las líneas trasladadas por el militar. Unas inconsistencias que Hugh Levinson, periodista de la BBC, terminaría por verificar cuando desmontó casi por completo la supuesta epopeya de Rawicz.
Asiéndose aun así a la validez de la narración como canto a la determinación humana y al hecho de que un militar británico aseguraba haberse entrevistado en 1942 con tres hombres que afirmaban haber recorrido a pie el trayecto que separa Calcuta de las heladas estepas siberianas, Weir decidió que 'Camino a la libertad' —cambiando así el título original de la novela— sería su siguiente filme.
Co-escrito junto a Keith Clarke —guionista y director de documentales—, la falta de interés de un gran estudio por apoyar la cinta terminaría llevando a la búsqueda de financiaciones alternativas, y el filme sería finalmente producido por Exclusive Films, National Geographic Entertaiment e Imagination Abu Dhabi, contando Weir para rodar el viaje de los ocho caminantes que escapan de la prisión rusa con 30 millones de dólares, una cifra bastante lejana de los 150 con los que había contado para 'Master and Commander'.
Cuatro conocidos y cuatro desconocidos
Las limitaciones monetarias que esos 30 millones imponían, iban a impedir, en primera instancia, poder contar con rutilantes estrellas para interpretar a los ocho miembros de la expedición y, en segunda, que el australiano pudiera rodar en los escenarios naturales donde se desarrolla la acción, cambiando Siberia por localizaciones en Bulgaria, y el Gobi por Marruecos y Sáhara.
Volviendo a los intérpretes, cinco son las únicas caras conocidas que podemos observar en el reparto de 'Camino a la libertad': Jim Sturgess, Ed Harris, Colin Farrell, Saorise Ronan y Mark Strong. El primero, protagonista del relato, pone su empeño usual en demostrar que podría llegar a ser un actor de primera fila, pero no convence como inesperado líder del grupo cuando se le compara, por ejemplo, con el que es fortaleza indiscutible del filme, un Ed Harris en cuyo agrietado y rudo rostro vuelve a encontrar Weir su mejor baza interpretativa.
Con Saoirse Ronan, que había encandilado a Weir con su gran papel en 'Expiación. Más allá de la pasión' ('Atonement', Joe Wright, 2007) como segundo pilar sobre el que asentar el peso de la cinta, y tanto Farrell como Strong de correcta pero poco significativa presencias —sobre todo en lo que concierne al segundo, casi visto y no visto—, el reparto principal se completa con cuatro perfectos desconocidos, dos rumanos, un sueco y un alemán y una quinta presencia que, constante en la filmografía del realizador australiano, alcanza aquí su mayor grado de relevancia: la naturaleza.
'Camino a la libertad', lucha contra los elementos
Constante de una forma u otra en todos y cada uno de sus filmes desde 'Los coches que devoraron París' ('The Cars that Ate Paris', 1974), la presencia de la naturaleza y del agua como su mayor valedora ha sido tratada por Weir de muchas y muy diferentes maneras, enfrentándola casi siempre al individuo o grupo de individuos protagonistas y haciendo, en la mayoría de los casos, que saliera como clara vencedora de tan desigual encuentro. Pero es aquí, en 'Camino a la libertad' donde los elementos naturales y la lucha contra los mismos van a adquirir un mayor paroxismo protagonista, algo que la puesta en escena pone de relieve una y otra vez a lo largo de todo el metraje.
Recurriendo como siempre ha hecho a una tremenda economía narrativa y demostrando el poco interés que tiene por el primer acto del filme, Weir insiste en éste en cerrar el encuadre y apilar cuanta mayor presencia humana en el mismo mejor para así trasladar la opresión que el gulag supone para sus presos y jugar en oposición con esa cárcel natural que serán los enormes paisajes naturales por los que irán transitando los protagonistas en su enorme periplo.
Tan fuerte es el protagonismo que la naturaleza cobra en el filme, que no creo equivocarme al afirmar que Weir reduce de forma consciente a su mínima expresión la dimensión humana en la cinta, recurriendo de nuevo a la sutileza de la que siempre ha hecho gala para, con cuatro pinceladas —verbalizadas o no— definir las personalidades y modos de comportamiento de los prófugos. Tanto es así, que en no pocos momentos el visionado de la cinta se hace algo pesado, dado el parco desarrollo que los personajes tienen en ciertos pasajes de una narración que una y otra vez insiste en dotar de protagonismo a la belleza de los parajes fotografiados con esplendor y magnificencia por un incomparable Russell Boyd.
Siendo éste el mayor lastre con el que cuenta la cinta para aludir al interés de un espectador al que le costará poder llegar a identificarse con alguno de los personajes, encontramos no obstante ciertos momentos en los que congraciarnos con la maestría de Weir a la hora de crear sutiles metáforas destinadas a aportar inigualable definición a los protagonistas. La forma del cineasta de llevar a cabo dichas definiciones se desarrolla en un plano tan inconsciente que sólo segundos o terceros visionados de la cinta son capaces de revelar la naturaleza de las mismas.
Y en el caso que nos ocupa no hay mejor ejemplo que el personaje de Irene, la joven interpretada con soberbia delicadeza y determinación por Saoirse Ronan. Inmersa en un grupo de rudos extraños que casi no se comunican y que desconocen sus historias pasadas, Weir parece querer convertir al personaje femenino en una suerte de Mesías redentor que cambiará las vidas de sus compañeros para siempre.
Muchos son los elementos que apuntan a ello en relación con lo que la Biblia nos ha hecho llegar sobre la vida de Cristo, desde el caminar por encima de las aguas —heladas en este caso—, pasando por la limpieza de pies de Smith (Harris), la figurada corona de espino que en un momento dado adorna su cabeza para protegerla de las inclemencias del sol hasta llegar (atención spoilers) a su muerte, momento en que el personaje de Ed Harris queda eximido de la pesada carga que llevaba sobre sus hombros por intercesión de la cualidad divina y el sacrificio último que supone el fallecimiento de la joven.
Desafortunadamente éste y otros momentos de igual carga poética visual —esos últimos minutos de metraje, la muerte del artista— no son suficientes para ignorar la episódica sensación global que deja el visionado del filme, jalonado como va quedando éste por las transiciones del grupo a través de las diferentes metas que suponen el lago Baikal, Mongolia, el Gobi y el Tíbet sin que casi ninguna de ellas se hagan eco de la mínima épica que tan necesaria habría sido de cara a una mayor conexión con el público.
Espero, eso sí, que el agridulce final que hoy pongo a este especial no tenga continuidad en la vida real y pueda volver a hablar, en poco tiempo, del próximo proyecto de un cineasta que, a título personal, es y será uno de los más fascinantes que ha dado la historia del cine.
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