Lo especiales sobre Alfred Hitchcock y Paul Newman que servidor está llevando a cabo en Blogdecine se unirán en un mismo punto cuando lleguemos a aquella famosa y mítica película que demuestra lo difícil que es matar a un ser humano, pero resulta curioso que turnando ambos ciclos me haya encontrado en una misma semana con dos películas que en cierto modo navegan sobre el psicoanálisis. Hace poco os hablábamos de ‘Recuerda’ (‘Spellbound’, Alfred Hitchcock, 1945) y hoy le toca el turno a ‘El zurdo’ (‘The Left Handed Gun’, Arthur Penn, 1958), primer contacto del actor con el western, ópera prima de su director y un western que continuaba la senda inciada por ‘El pistolero’ (‘The Gunfighter’, Henry King, 1950), considerado el primer western psicológico que se hizo.
Hacía bastante tiempo que no la veía —hace años, la mitad de mi vida, la había visionado unas cuantas veces— y el recuerdo que tenía era el de estar ante una de las obras maestras del género y también ante un trabajo del actor motivo de este largo especial, como mínimo excelente. Ahora creo que el estoico paso del tiempo ha afectado poderosamente al film —hay que tener en cuenta que en el momento de su estreno ya había dividido a la crítica, ganándose más tarde el título de film de culto—. Penn no oculta sus tics televisivos, lo mismo que el libreto de Leslie Stevens, pero sobre todo una más que exagerada interpretación de su gran estrella central, que llega a niveles verdaderamente insoportables.
Pero que nadie me malinterprete, no es que ‘El zurdo’ me parezca una mala película, sencillamente que no considero que sea esa genialidad que algún sector crítico y cinéfilo defiende a muerte, o casi. La historia, totalmente ficticia, sobre Billy el Niño, me divierte por momentos, en algún otro me fascina, y en demasiados me parece un error mayúsculo tanto de enfoque como de puesta en escena. Basada en la obra de Gore Vidal, el film cuenta con un guionista que, al igual que Arthur Penn, provenía del mundo de la televisión: Leslie Stevens, a quien habría que aplaudir por la serie ‘Rumbo a lo desconocido’ (‘The Outer Limits’, 1963-65) y por esa extraña y fascinante obra titulada ‘Incubus’ (id, 1966), con William Shatner, que Stevens escribe y dirige. El resto de sus incursiones cinematográficas no me parecen dignas si quiera de citar —algunas son de verdadera vergüenza ajena—. En ‘El zurdo’ su tratamiento sobre la mítica figura de Billy el Niño acaricia la más profunda ficción aportando así a la leyenda más datos, por si fuera poco la cantidad de mentiras que se han dicho sobre el personaje.
Pero lejos de intentar buscar veracidad en los hechos narrados, ya que hablamos de cine y éste es siempre ficción debido a su carácter de fábula que trampea maravillosamente la vida, aquí lo que nos importa es la película en sí, la cual ofrece una mirada sobre el personaje que basa toda su presumible fuerza en la interpretación de un actor que aquel entonces empezaba a ser escandalosamente famoso, y que había heredado el personaje de James Dean, quien ya había firmado para interpretarlo, pero su temprana muerte lo impidió. Es triste decirlo, pero Paul Newman empezó a ser quién fue gracias a que James Dean murió, así como suena, pues no era la primera vez que le ocurría. Su personaje en ‘Marcado por el odio’ (‘Sombedy Up There Likes Me’, Robert Wise, 1956) también lo heredó de Dean por las mismas razones. Ambos habían salido del Actor’s Studio.
Siempre me he declarado un defensor de las tan atacadas primeras interpretaciones de Paul Newman —aun reconociendo que el actor ha sido tan inteligente de ir matizando sus formas con el paso de los años hasta alcanzar la perfección absoluta, si es que tal cosa existe—, pero en este caso no puedo estar más de acuerdo con sus detractores. La interpretación que Newman hace de Billy el Niño es a todas luces exagerada, un muestrario al completo de todos los tics típicos del Actor’s Studio, método que Arthur Penn criticó hasta la saciedad asegurando que había destrozado a toda una generación de actores. Me imagino al actor en su salsa con un personaje al que se le insinúa cierta homosexualidad y también el hecho de la falta de padre como justificación a su comportamiento rebelde, de ahí que su relación con Pat Garrett —un soso John Dehner— sea tan fraternal.
De entre todos los numeritos que Newman realiza en esta función, mi favorito es aquel en el que se enfrenta en casa de Garret a un amigo de aquél dejando en evidencia a un fanfarrón que sólo tiene ganas de enfrentarse porque sí a la leyenda que tiene delante de él, más rápido con el revólver que nadie. Tanto la planificación de Penn como la intensidad que el actor da al personaje en ese momento, lo alzan como el mejor del film. Respeto, amistad, bravuconería, anisas de matar, miedo y cientos de sentimientos más entrecruzados en una sola secuencia magistral. En el resto, en el que Penn se mueve entre lo correcto y lo confuso —esos cambios de ritmo y esos primeros planos—, Newman se hunde por completo en el exceso resultando literalmente inaguantable. Afortunadamente ese mismo año nos ofrecería otra de sus inolvidables interpretaciones, y Penn tendría tiempo de madurar en un medio más difícil que la televisión, alcanzando la gloria artística a mediados de los setenta.
Anécdota
Hace años, Penn estuvo en mi ciudad dando una conferencia sobre cine, evidentemente, y señaló lo decepcionante que era trabajar en el sistema de Hollywood de hoy día, asegurando que las productoras sólo hacían las películas pensando únicamente en su distribución en el mercado doméstico.
Ver 8 comentarios