La historia la componen dos historias. En la primera, una mujer (Anna Magnani) está al teléfono, preocupada, por la toma de decisiones de su amante, al otro lado del teléfono durante toda la conversación. En la segunda, una mujer, Nanni (otra vez Magnani) está convencida de haber visto a San José (Federico Fellini), pero se encuentra con la incomprensión y la soledad.
Resulta difícil, y hasta cierto punto injusto, escoger una película de uno de los mejores directores de la historia del cine. Me estoy refiriendo, por supuesto, al italiano Roberto Rossellini cuya trayectoria y densidad han ido siendo olvidadas por los cinéfilos que no dudan en colocar en el genio excelso y libérrimo de Federico Fellini todos los pesos representativos y canónicos de la cinematografía italiana.
Pero es indudablemente Rossellini el cineasta con más obras maestras en su haber y con el mérito indudable de haber ido depurando su estilo. Nada tiene que ver, por supuesto, el tremendo director de posguerra con el que firma obras maestras como 'Te querré siempre' (Viaggio a Italia, 1958).
¿Qué nos enseña aquí Rossellini? Nos enseña mucho. Como hizo siempre con sus amantes, nos enseña cual era su alcance interpretativo ofreciendo unas oportunidades creativas indudables: es el torrente Magnani el que domina la película. Muestra al espectador más reciente una rara libertad dado que ya nadie concibe una película en episodios, algo más habitual en dos épocas. Pero también, y esa es la razón por la cual he escogido esta película de 1948 por encima de otros clásicos neorrealistas de su primera etapa, nos enseña a la mujer y a sus leches.
El primer segmento es una adaptación de la maravillosa obra teatral de Jean Cocteau llamada La voz humana. De un solo escenario, dividida en tres actos, esta obra la rueda Rossellini inspirado, encontrando en Magnani una razón para el espectáculo pero hasta para la imaginación visual. De repente, un espejo nos define la composición y la puesta en escena y nos dobla a la actriz. Es así el mejor de los grandes placeres de descubrir un cine humanista, desgarrado.
Y claro, la obra teatral de Cocteau es una obra de desgarro, de palabras acumuladas. El personaje no es escuchado, tampoco logra hacerse entender. Pero nosotros, sin embargo, podemos entender perfectamente todo su desgarro. Acumula Cocteau las palabras, amontona las oraciones en un emocionante monólogo, entrecortado, creativo. Y de repente, escuchamos con total claridad: "Entonces pensé que ni la muerte me quería ayudar.." y sabemos que hay algo roto en ella, tal vez para siempre.
El segundo es mucho más complejo, decididamente arriesgado. Es una historia de búsqueda de milagros desde la ignorancia. De soledad. De confusión. Fellini, todavía no el gran director que se convertiría en el más arquetípico nombre del cine italiano, está maravilloso mientras que Magnani, tan pluscuamperfecta que no sabe uno como explicarla sin desmerecerla, borda un papel lleno de intensidad y fragilidad, dotada de una radiante humanidad, de una dignidad insólita.
El sufrimiento de esas dos mujeres no se parece, y, sin embargo, es reconocible. La primera parte de la película es una historia no de amor sino de amor no correspondido, de mentira, de odio a uno mismo, de ruptura, del leve resquebrajamiento del amor propio que tiene todo desengaño amoroso y toda traición.
La segunda es una historia de la obsesión religiosa, por ser mejor, por alcanzar los milagros y la gracia divina en medio de un mundo rural y miserable, alejado de la prosperidad y de la verdadera libertad, encadenando personas y encadenando a las rocas de la existencia también genuinas almas.
Esta es una película nueva, todavía hoy, en pleno 2013. Es nueva y es hermosa. Su belleza desconoce la cursilería, ese registro Rossellini nunca lo necesitó. Era un director supremo, uno de los grandes maestros del cine mundial.