Hay un argumento muy entrañable dentro del cine de misterio clásico (más que clásico, vetusto), subvariante casas encantadas: aquel en el que se descubre que todo lo que hemos visto ha sido una engañifa, una estafa orquestada para aprovecharse de los temores de un puñado de incautos. Así se ajusta el tópico a lo que los anglosajones conocen como 'Old, dark house', es decir, "Casa vieja y oscura", que va más allá del tropo de casas encantadas al estilo gótico hechizadas por algún espectro y al que se acogen clásicos como la reciente 'La maldición de Hill House'.
Y va más allá porque la principal influencia de esta variante del género no es la literatura victoriana de fantasmas, sino el policiaco y el whodunit, los libros de misterio de moda en el primer cuarto de siglo XX. Es decir, una mezcla de policíaco a lo Agatha Christie, pero con ambientación de película de fantasmas. La primera muestra es una película de 1925 de Lon Chaney, 'The Monster', pero su popularidad llegó con un éxito teatral descomunal en su día, que disfrutó de múltiples versiones cinematográficas: la más famosa fue la muda 'El legado tenebroso' ('The Cat and the Canary'), en 1929.
El otro gran éxito de este estilo es el que dio nombre al subgénero en inglés, 'El caserón de las sombras' ('The Old Dark House', 1932), dirigida por James Whale. En todas ellas un grupo de personas quedan encerradas en casas aparentemente encantadas, aunque el misterio suele resolverse de forma racional y, en algunas ocasiones, con tramas de asesinato, estafa o secuestro de por medio. Es el código del que bebe 'La mansión de los horrores' ('House on Haunted Hill'), una tardía reformulación del código en 1959, ya con abundantes elementos de autoparodia y horror moderno.
En esta versión de 1959, el director William Castle emplea el inmenso talento de Vincent Price para dar vida a un millonario excéntrico, Frederick Loren, que organiza una fiesta de cumpleaños para su cuarta mujer a la que acuden cinco desconocidos que podrán ganar 10.000 dólares si pasan una noche en una casa encantada. El punto de partida es inverosímil, pero puro 'old dark house': pronto la cosa se acentuará con apariciones, fantasmas que no son tales y crímenes variados (o no).
El resultado es un disparate divertidísimo, conscientemente pasado de moda (para el 59, 'Psicosis' estaba a punto de estrenarse y el público ya había superado estos misterios de guante blanco) y donde todos los participantes -empezando por el propio Castle- saben de qué va esta fiesta del susto barato y el pasadizo de cartón piedra. Desde el principio, con cabezas flotantes que se dirigen directamente al espectador y una atmósfera macabra y puntuada con carcajadas, chirridos, gore de juguete y cadenas que se arrastran, 'La mansión de los horrores' propone un juego e invita al espectador a entrar.
William Castle: se te ven los hilos
La película adquiere una dimensión metanarrativa muy clara no solo por su empleo de los tópicos, sino por la ingeniosa ficción de William Castle, un director singularísimo pero muy inteligente: iba a dirigir 'La semilla del diablo' en los setenta, pero decidió que la película precisaba de una aproximación seria y dura y cedió el asiento a un joven Polanski, reservándose el puesto de productor). Castle plagó muchas de sus producciones de los llamados gimmicks: trucos baratos, a menudo propios de barraca de feria, para llamar la atención de los espectadores.
Estos iban desde falsos seguros de vida por si el espectador fallecía de miedo durante la proyección a "Rincones del miedica" al que se mandaba a los espectadores más aprensivos, pasando por dispositivos que aplicaban pequeñas descargas en los asientos. 'La mansión de los horrores' tenía uno de sus gimmicks más aparatosos: un esqueleto de plástico que sobrevolaba las cabezas de los espectadores. Lo sensacional de la idea es que ese mismo esqueleto es controlado en la película para atemorizar a los personajes, con lo que no solo se lleva a cabo un ingenuo y adorable efecto metanarrativo, sino una declaración de intenciones.
Esto es: sabemos que todo esto es una ficción, una farsa, una cucamona. Cómo no va a serlo, con esos gritos exagerados, esa interpretación afectadísima del siempre increíble Price -que lleva la película mucho más allá de lo que ella misma pretende-, ese argumento lleno de sótanos, personajes que pierden el conocimiento, trampillas con ácido, pasadizos secretos, muertos que no lo son, atroces desmembramientos de broma... la película es perfectamente consciente de sus excesos y los abraza, les pone un lacito y los brinda al espectador en una entregada declaración de amor al género, sus tópicos y sus fantasmas.
La película disfrutaría de un remake cuarenta años después, 'House on Haunted Hill', ya dentro de un contexto completamente inmerso en la mitología de las casas encantadas reales. No es una producción desdeñable: aparte de un Geoffrey Rush absolutamente delicioso que recrea de modo entrañable los tics de Price, le aprieta las tuercas a la metanarrativa, homenajeando con mucho gusto la filosofía de los gimmicks. Le faltó, eso sí, algo de la inteligente y voluntaria ingenuidad de la original: una solo al alcance de Castle, que sabía muy bien cómo mover los hilos de los esqueletos de plástico.
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