'El mal no existe', el director de 'Drive my car' es consciente de que el mundo está mirando, y por eso ha decidido darnos lo contrario de lo que esperábamos en su nueva película

'El mal no existe', el director de 'Drive my car' es consciente de que el mundo está mirando, y por eso ha decidido darnos lo contrario de lo que esperábamos en su nueva película

Presentada en el Festival de San Sebastián, Hamaguchi ha hecho una película sobre la lucha entre lo urbano y lo natural con un final que va a dar que hablar

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Evil

Si vivís en una ciudad grande el suficiente tiempo, acabaréis conociendo a gente que jamás ha visto una vaca cara a cara. O, como mucho, en la granja escuela. Personas que están bastante seguras de que los plátanos tienen que venir en bolsas de plástico, la leche en bricks y los pollos en lomitos. Hay quien considera el aire sin contaminar como parte de la ciencia-ficción, y ver las estrellas por la noche se convierte en un acontecimiento. Ryusuke Hamaguchi, que de la noche a la mañana estuvo en boca de todos gracias a ‘Drive my car’ (y en menor medida a la fabulosa ‘La ruleta de la fortuna y la fantasía’), indaga este año en ‘El mal no existe’ sobre la falta de empatía urbana, la necesidad de lo natural y, por supuesto, los peligros que se esconden en el bosque.

Vamos a construir un glamping

“Glamping” es uno de esos palabros que ha traído la vida moderna, formado por dos palabras, “glamour” y “camping”, que pegan tan bien juntas como “nicotina” y “salud”. No es una cosa que se haya inventado Hamaguchi para iniciar el motor de ‘El mal no existe’: lleva desde el siglo XIX en boga por gente que quiere que el campo sea un parque de atracciones de la naturaleza en el que lo de menos sea respetar lo verde. Hay quien acusa al director nipón de tomarse su tiempo para contar esta historia, pero, teniendo en cuenta este mensaje ecologista metido en vena, es la manera más coherente de hacerlo.

‘El mal no existe’ podría haber comenzado con un sonoro ruido y dejar que la trama se extendiese a través de distintos personajes y vericuetos sin dejar un solo minuto de respiro, sí. Pero no es lo que busca. En su lugar, la cámara comienza con un travelling lento y reflexivo de las copas de los árboles, con sonidos de pájaros y los ruidos de las hojas chocando entre ellas por el viento. Un hombre paseando entre la vegetación. Mostrarnos lo que tenemos y no sabemos que estamos a punto de perder.

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Hamaguchi vuelve a brillar con luz propia en unos diálogos fabulosos que muestran la confrontación entre dos maneras de vivir. De un lado la rural, amante de los fideos hechos con agua de verdad y que se niega a interrumpir un camino por el que pasan los ciervos. De otro la urbana, que dice entender pero no entiende, más centrada en poder sacar dinero de las subvenciones por la pandemia que en, simplemente, escuchar los problemas de aquellos cuyo estilo de vida van a masacrar de manera inmisericorde por un simple pelotazo. Hay cosas que pasan en todo el mundo.

Entre fideos y troncos

El cine naturalista de los últimos años se ha centrado en recalcar, de manera insistente, que la naturaleza, por bella que sea y salga representada en las películas, no es un juguete. Es peligrosa, no tiene piedad con quien no la conoce y puede ser mortal si te enfrentas a su embrujo sin estar preparado. ‘El mal no existe’ podría haber sido una bella cinta donde dos urbanitas acaban enamorados del campo y entienden que estaban errados desde el principio hallando sus orígenes por el camino, pero, una vez más, eso no habría tenido interés alguno. Desde sus primeros instantes, los personajes recalcan, aunque sea de manera sutil, el peligro que se esconde en el bosque. Aunque no necesariamente proveniente de los animales que aparentemente -eso nos aseguran- escapan al ver al ser humano. Por algo será.

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El director mira a los encorbatados interlocutores, dos trabajadores de una empresa de representación de talentos que se han metido sin querer en el marrón de crear un glamping, con cinismo e ironía, pero también con una pequeña capa de empática simpatía. A lo largo de la cinta podemos ver su evolución interna, cómo van cambiando sus valores y la visión que tienen de los habitantes del pueblo, hasta el punto en el que uno de ellos decide haber encontrado su verdadera vocación y su camino en la vida después de partir un tronco con un hacha tras seguir las indicaciones de quien lo hace todos los días. Tienen buenas intenciones, qué duda cabe, pero no por ello dejan de ser los mismos urbanitas de los que hablaba al inicio fascinados al ver una vaca mugiendo.

Al fin y al cabo, jamás cejan en su intento de seguir órdenes instalando un camping glamouroso y destrozando el ecosistema. Eso sí, después de cinco horas en el campo, escuchar a los que allí viven y comer en un restaurante de fideos creen ser uno más de allí. Si antes echaban en cara a su jefe que trataba a los lugareños como si fueran tontos, ellos mismos caen en su propia trampa de manera involuntaria e inadvertida. De buenas intenciones está el mundo repleto. El problema es que a alguna gente no se la puedes dar con queso, y los cambios no ocurren de la noche a la mañana por más que te jactes de ellos.

Un final... ¿imposible?

Se hablará mucho, y con razón, del desconcertante final de ‘El mal no existe’, y cada cual tendrá su propia interpretación sobre lo que ha vivido. Hay quien cree que de pronto cambia de género, quien piensa que es una absoluta barbaridad que rompe totalmente con el espíritu de la película y quien saca teorías imposibles de unos últimos diez minutos de auténtico infarto. Yo (sin spoilers, claro) creo que forma parte de la propuesta de la película y completa el círculo de una manera desasosegante, haciendo eco con su inicio.

Es un final que va creciendo en la cabeza del espectador a medida que pasa el tiempo tras su visionado, y lo que en un principio puede pasar como una auto-traición, se va acomodando en un rincón del cerebro. No todas las películas necesitan el final satisfactorio que nos hemos hecho en la cabeza, porque la naturaleza (la natural, pero menos aún la humana) no es así. Es imprevisible, rompe con todo y no necesita darte ninguna explicación al respecto. Hamaguchi es una tempestad en calma, pero jamás deja de hacer llover su filosofía a lo largo del metraje.

‘El mal no existe’ es una ruptura con ‘Drive my car’ necesaria y agradecida, que nos lleva a un universo japonés rural que se niega a ser gentrificado, al que no le importan los problemas de la ciudad, las subvenciones, el dinero fácil y el camping para domingueros. Puede que no sea una obra maestra, pero dista mucho de ser un paso en falso de un director perfectamente consciente de tener todos los ojos puestos en él que ha aprovechado para hacer un corte de mangas a la modernidad. Ya que todo el mundo te está mirando, dale lo contrario de lo que cree que va a ver.

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