Repasando los estrenos del día de navidad, dejaba escrito que de ‘Los miserables’ (‘Les Misérables’, 2012), esperaba un espectáculo con estupendas interpretaciones. Es justo lo que encontré. Dicho esto, una aclaración que quizá os ayude a enfrentaros a esta inusual producción con el ánimo adecuado: se canta prácticamente sin parar durante dos horas y media. Tenedlo en cuenta. Encontré más agotador el viaje de cierto hobbit pero en algún momento eché en falta un ligero descanso entre las secuencias, un respiro ante semejante torbellino de emociones.
Adaptación del exitoso musical de Alain Boublil y Claude-Michel Schönberg basado en el clásico de Victor Hugo, ‘Los miserables’ es el cuarto y más ambicioso largometraje de Tom Hooper, conocido por haber triunfado en los Oscar con la estimable ‘El discurso del rey’ (‘The King´s Speech’, 2010). El realizador inglés pone toda la carne en el asador y trata de asombrar desde el mismo arranque, con una secuencia en la que Jean Valjean (Hugh Jackman) y un grupo de presidiarios arrastran un barco mientras el inspector Javert (Russell Crowe) observa desde una elevada posición —símbolo de su visión de la ley y la virtud, cree cumplir la voluntad de Dios—. La pieza, como el resto del film, impresiona por la inspirada puesta en escena, el lujoso diseño de producción y la impecable labor de los actores, que afortunadamente no han sido doblados al castellano salvo en las pocas ocasiones en las que no cantan (y queda mal: no solo se nota el cambio de voz sino que al pasar de inglés a español en medio de una escena se rompe momentáneamente la magia, debió dejarse la versión original subtitulada en todo el metraje).
El sufridor Valjean consigue la libertad pero su pasado lo persigue y no es capaz de salir adelante. Tras un crucial encuentro con un obispo, el hombre adopta una nueva identidad y trata de empezar de cero, pero el implacable Javert no se olvidará de él… El compromiso y la pasión de Jackman sobresale en estos primeros compases, y aunque no baja el nivel, el recorrido de su personaje, en constante busca de redención, sufre altibajos de interés y a veces queda eclipsado; por el contrario, el papel de Crowe le permite ir de menos a más, culminando con una de las escenas más poderosas del film. La historia avanza unos años y conocemos a Fantine (Anne Hathaway), una desafortunada joven que se ve obligada a vivir y trabajar en la calle para poder enviar algo de dinero a su hija. Ella protagoniza el mejor momento de ‘Los miserables’, el “I Dreamed I Dream”, una escena que debería valer un Oscar.
La actriz lo borda, la energía con la que Fantine intenta barrer todo rastro de humillación, derrota y desesperación traspasa la pantalla, y Hooper, que si algo ha demostrado hasta ahora es inteligencia para aprovechar el talento de sus repartos, no corta el plano y deja que Hathaway se luzca con un tema que eriza la piel (y arranca las primeras lágrimas, avisados quedáis). Este capítulo sirve también como presentación de la cenicienta Cosette (Isabelle Allen primero y Amanda Seyfried después), Éponine (Natalya Wallace y Samantha Barks) y los pícaros señores Thénardier (Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen), un dúo que funcionan de maravilla como contrapunto cómico entre el drama y la tragedia; Carter y Cohen no podrían hacerlo mejor. El último bloque, quizá el más irregular, cargado de intensidad y épica pero también de cierta cursilería y convencionalismo, presenta a Marius (Eddie Redmayne) y el grupo de “indignados” que se rebelan contra las injusticias y tratan de provocar una nueva revolución.
Imposible no sentir que, a pesar de que la acción transcurre en la Francia del siglo XIX, lo que se denuncia no ha perdido vigencia, que parece estar hablando de la situación actual —brillante la aparición del pequeño Gavroche (Daniel Huttlestone)— y nos pide, ¡nos exige!, que dejemos de esconder la cabeza y salgamos a la calle, a derrocar a los que están administrando el país con tanta incompetencia y tan poca vergüenza. Pero no, seguimos clavados a la butaca, la mirada fija en la pantalla, con el corazón en un puño, casi repitiendo el estribillo (“¡ROJO!”), siguiendo con el pie el ritmo de la música… Del mismo modo que expone la injusticia y enciende el espíritu, ‘Los miserables’ invita a soñar, a tener esperanza, y un canto al amor, en todas sus formas. Tan desgarradora es la escena de Éponine bajo la lluvia como la de Marius en el local vacío, recordando a sus amigos.
Robusta, emocionante, inspiradora, hermosa, ‘Los miserables’ es una experiencia única que deja huella. Pero esta arriesgada propuesta —los actores cantan en el escenario, no hay playback— no está exenta de tropiezos o decisiones cuestionables. Como que el guionista (William Nicholson) y el director consideren que el público puede soportar la imparable narración durante más de 150 minutos, con canciones que a veces resultan innecesarias —por la letra y porque subraya lo que ya expresa la imagen— y tramos acelerados, como si dieran por hecho que el espectador conoce el texto original y sabe lo que va a pasar, así que no necesita que la cámara se detenga a observar o seguir a los personajes. Asimismo, flaquea el personaje de Cosette encarnado por Seyfried y la escena del final en la iglesia, que no resulta tan conmovedora como se pretende. Por suerte hay un epílogo muy logrado que vuelve a dejarte al borde del asiento. No es perfecta, pero no le hace falta para ser disfrutada y recordada como una de las mejores películas del año.
Otra crítica en Blogdecine | ‘Los miserables’, indiferencia musical
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