Ha llegado un punto en la historia del cine en el que es prácticamente imposible llegar al día del estreno de una gran producción sabiendo lo mínimo sobre ella.
La maquinaria publicitaria de Hollywood es la responsable de ello, pero es también normal que quieran hacer todo lo que esté en su mano para que los espectadores se mueran de ganas por ver esas producciones en las que se dejan una buena cantidad de millones. Sin embargo, aún es posible limitar casi por completo el impacto de la publicidad e incluso la fama previa de una obra basada en un libro de prestigio internacional. Eso es lo que sucedió en mi caso, ya que no he leído la novela de Victor Hugo, tampoco he visto ninguna de sus adaptaciones cinematográficas y el musical teatral del que parte ‘Los miserables‘ (Les Misérables, Tom Hooper, 2012) para mí nunca ha sido más que eso de lo que habla bien tanta gente. Cierto que había visto los dos avances que se lanzaron en su momento, pero poco más sabía de una película tan esperada como ésta.
Canción sin emoción
Soy el primero en dejarme llevar en ocasiones por el poder del hype, pero las expectativas que soy consciente que algunas personas tienen con ‘Los miserables’ se sale de toda escala, siendo una decepción todo aquello que no equivalga a un segundo advenimiento de Jesucristo, y ya siento deciros que el nuevo trabajo de Tom Hooper está muy lejos de estar a ese nivel. De hecho, no tengo reparo alguno en asegurar que la indiferencia fue el sentimiento que más despertó en mi persona, algo difícilmente perdonable en un largometraje en el que las canciones son la gran estrella de la función. Es cierto que la función emocional de la música varía mucho según nuestro estado de ánimo, pero me cuesta creer que ninguna buena canción busque dejar indiferente a su oyente.
Nada más lejos de mi intención está el criticar las canciones originales de la obra teatral, ya que son extremadamente pegadizas y en sus letras hay material suficiente para que ‘Los miserables’ hubiera conseguido su objetivo de tocarnos la fibra sensible, pero no es el caso. ¿Qué es lo que sucede? Puede sonar contradictorio, pero las canciones son al mismo tiempo omnipresentes y – relativamente- secundarias. Hooper no parece confiar lo suficiente en el poder de la música y aligera el dramatismo de la mayoría de ellas. Tal vez sea un peaje de rodar las escenas en directo y los protagonistas no quisieron dejarse llevar por el torrente emocional de los temas que interpretaban, pero en muchas ocasiones son simplemente actores que cantan en lugar de recitar sus diálogos. Hay excepciones, ya sea gracias a la persona que lo interpreta, porque alguna situación sigue funcionando perfectamente así o porque Hooper finalmente se deja llevar por la fuerza de las canciones, pero esos oasis ocasionales sólo sirven para refrendar la extraña indiferencia que despiertan el resto.
Una dirección del montón
Los trabajos previos de Tom Hooper no invitaban a pensar en un trabajo de puesta en escena memorable. Acusado por algunos de telefílmico por su académico trabajo en ‘El discurso del rey‘ (The King´s Speech, 2010) e ignorado por muchos en ‘The Damned United‘ (2009), aún hoy su mejor película – aunque más por el trabajo de los actores y la fuerza de la historia-, no tengo el placer de haber visto su ópera prima, pero todo indica que está totalmente alejado de la grandilocuencia característica de los musicales. ¿Cuál fue entonces el motivo de su contratación más allá del sorprendente Oscar que se había llevado para casa? Aún tengo mis dudas, pero lo que queda claro tras ver ‘Los miserables’ es que los productores se equivocaron al elegirlo.
No todo son pegas en el trabajo de Hooper, ya que sí demuestra su capacidad en instantes ocasionales, en especial cuando apuesta por la intimidad en ciertas canciones a través de los primeros planos sostenidos – una forma previsible pero efectiva para resaltar su componente emocional- o algunos momentos para resaltar la superioridad de Javert sobre Valjean, pero ahí acaban sus logros. La tónica dominante del resto se balancea entre pasar completamente desapercibido y los movimientos de cámara alocados que restan empaque a lo que vemos en lugar de insuflar esa energía que la película suplica cada dos por tres, por no mencionar los instantes en los que está a punto de provocar innecesarios mareos en el espectador.
Un esforzado reparto
El a priori impecable reparto de ‘Los miserables’ no tiene demasiada culpa de que la película haya acabado siendo un espectáculo muy por debajo de sus posibilidades, pero sí es cierto que su tendencia a actuar en lugar de dejarse llevar por las canciones – hay que recordar que las canciones se grabaron en el momento y no a posteriori- resta mucha fuerza al conjunto. Mucho se habló de la presencia de Anne Hathaway cuando se lanzó el primer tráiler, ya que su desgarrada voz era muy llamativa, pero luego sólo esa canción suya realmente consigue llegar al corazón del público. Sin embargo, la cosa es mucho peor en el caso de los personajes interpretados por Amanda Seyfried y Eddie Redmayne, ya que la trama amorosa que comparten ya es de por sí uno de los puntos más débiles del guión de William Nicholson – se ven una vez a lo lejos y ya están perdidamente enamorados-, y eso destruye cualquier implicación personal por mi parte.
Por su parte, Hugh Jackman y Russell Crowe cumplen a la perfección en el apartado vocal y mostrando las algo esquemáticas motivaciones de sus personajes, pero este punto, escasamente trabajado por Nicholson – al igual que el sentimiento revolucionario del pueblo francés previo a su alzamiento-, también afecta a su trabajo, ya que rara vez consiguen trascender esas limitaciones, aunque no es porque no den lo mejor de sí para lograrlo. Las grandes excepciones son una Samantha Barks que consigue que ignoremos el excesivo pagafantismo de Eponine, papel que ya interpretó en el teatro, y un Sacha Baron Cohen, correctamente secundado por Helena Bonham Carter como su esposa, a caballo entre lo simpático y lo gracioso como el mordaz delincuente al que interpreta.
En definitiva, ‘Los miserables’ es un musical que sólo en raras ocasiones – la interpretación de ‘On my own’ por parte de Samantha Barks- consigue transmitir al espectador las emociones latentes en sus muy pegadizas canciones. Nada malo puede decirse de unos actores que intentan dar lo mejor de sí para convertir a la película en un musical legendario, pero el errático trabajo de Tom Hooper tras las cámaras y la incapacidad para enganchar a un espectador primerizo – sospecho que los habrá ya vendidos de antemano ante lo que verán en pantalla- por parte de un guión que nunca crea el caldo de cultivo necesario para revolvernos por dentro acaba convirtiendo las excesivas dos horas y media de metraje en una experiencia mucho más vulgar de lo que aparenta.
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