A lo largo de la historia del cine y de la literatura de ciencia ficción, hemos podido apreciar dos corrientes básicas con respecto a los viajes en el tiempo: aquella que habla de un universo consistente en el que todo ha ocurrido desde siempre, como si fuese un bucle, es decir: en el que el viajero en el tiempo ha viajado siempre y siempre viajará y nada de lo que haga modificará lo que ya conocemos. Y aquella en la que lo que haga cada uno al ir al pasado altera el continuo espacio-tiempo, como explicaba Doc de ‘Regreso al futuro’, creando realidades alternativas.
El guión de Nacho Vigalondo para ‘Los cronocrímenes’ desde el primer momento está jugando con la teoría de los universos consistentes. SPOILERS: Cuando Héctor llega al futuro y ve a su otro yo, comienza a repetir los hechos que le llevaron a abandonar su casa para provocar que el otro Héctor también se meta en la cubeta. Con todas estas acciones, los espectadores entendemos que la película nos habla de un universo consistente en el que Héctor siempre ha viajado al futuro, siempre ha desnudado a la ciclista y siempre ha clavado las tijeras a su yo del día anterior. Se produce un bucle temporal en el que ese día se repite infinitamente. Hasta aquí todo parece que encaja.
Sin embargo, si estuviésemos en una teoría de universo inmutable, es decir, de un universo que nunca se alterará por mucho que alguien viaje en el tiempo; lo que ocurre al final carecería de sentido. Cuando aparece Héctor 3, su propósito es evitar la muerte de su mujer y para ello disfraza a la ciclista y le corta el pelo. Y, efectivamente, lo evita. Con lo cual, demuestra que el universo sí era mutable y que sus viajes al pasado sí influían en el devenir de los hechos. Si el universo fuese mutable, no ocurriría lo de Héctor 1 y Héctor 2. Por lo tanto, o bien el final es difícil de comprender –tanto que de varias personas que vimos la película, cada uno teníamos una idea sobre cómo finaliza— o bien el principio es ilógico. La posibilidad de que fuese siempre un universo constante la descarté sólo para tratar de darle lógica de personajes a la película porque, de ser inmutable, no tendría sentido nada de lo que hace Héctor, especialmente cuando es el nº 3.
Se pueden ver obras en las que se alteran de alguna forma estas dos vertientes y se llega a un entendimiento laxo, que ni es exactamente una cosa ni la otra. En la propia ‘Regreso al futuro’, aunque todo responde a la corriente del universo mutable, se hace un guiño al consistente con la llamada de teléfono a Chuck Berry para que escuche los acordes que toca Marty McFly: según eso, nadie ha inventado el rock, sino que surge de ese viaje en el tiempo. Pero una cosa es amoldar ligeramente estas teorías, flexionándolas para que el efecto mariposa (en el caso de los universos mutables) no sea tan caótico como debería serlo en la realidad. Y otra es bailar entre las dos opciones según el momento, porque esto carece de lógica, incluso de la lógica interna de la ciencia ficción y de lo que, una vez ya dentro de ésta, resulta verosímil.
Más aún que estas cuestiones científicas extrañan las decisiones de los protagonistas. En un principio, tenemos que creernos que un señor que nunca ha oído hablar de los viajes en el tiempo y que no tiene pinta precisamente de ser muy brillante, comprenda de manera automática cómo funciona la cuestión de los universos consistentes y decida actuar al respecto para que se respete ese bucle temporal. El espectador, en este caso, tiene que hacer un esfuerzo extra de tolerancia e ir aceptando estas situaciones inverosímiles si desea disfrutar de un film de ciencia ficción patrio por la novedad que ello supone. El desnudo de Bárbara Goenaga produce risa porque está introducido en el guión con la mayor gratuidad que he visto en mucho tiempo. Y así sucesivamente con todas las cosas que hacen tanto Héctor como el científico encarnado por Vigalondo. Si, además, quedamos en que el universo es constante –vertiente que preferí pensar que no era la elegida por Vigalondo para tratar de ver que el film tuviese sentido— y siempre es la ciclista la que muere, entonces el absurdo de su comportamiento ya clama al cielo.
Las interpretaciones no acompañan en absoluto y esa credibilidad que debería transmitirnos ‘Los cronocrímenes’ se ve muy perjudicada por unos actores nada naturales que despliegan unas interpretaciones que no se sabe si son cómicas o serias. Karra Elejalde está muy despegado de su papel y Nacho Vigalondo, simplemente, no es bueno en el terreno interpretativo, es decir, su labor está tras la cámara. Goenaga, que sí es una buena actriz, tiene un papel ridículo que no consiste más que en despelotarse y la que interpreta a la mujer de Héctor tampoco merece especial mención.
Con las incomprensibles reacciones y decisiones de los personajes, las interpretaciones de tono indefinido y algunas de las situaciones que se presentan, lo que más transmite esta película es humor. Vigalondo es consciente de ello, pues parte de los momentos cómicos de ‘Los cronocrímenes’ están introducidos en el guión a propósito.
Como se ha comentado ya, la película, más que nada, es curiosa e incluso se podría calificar de única. No es ni mucho menos perfecta, ni siquiera en la faceta que más se ha elogiado de ella: el guión. Pero aporta elementos interesantes que seguro que quedarán muy bien en el remake que ya se prepara. Si lo que ha quedado como incomprensible posicionamiento entre las diferentes vertientes que estudian los viajes en el tiempo se tomase como una reflexión al respecto de éstos, podría crearse una interesante obra.
‘Los cronocrímenes’ me recordó a una película, que también fue menor en cuanto a su producción y recepción, titulada ‘Primer’, en la que los protagonistas viajaban en el tiempo creando múltiples copias de sí mismos. Aquel film tenía muchos más problemas de comprensión que la española y, a pesar de eso, se podía considerar interesante como aportación a esta rama de la ciencia ficción.
Resulta muy paradójico ver el círculo vicioso que supuso la falta de distribución de ‘Los cronocrímenes’. Si esta película se hubiese distribuido nada más ser producida, se habría hablado mucho menos de ella y habría despertado menos expectativas de las que se crearon a su alrededor. Esa sensación de “lo prohibido” o “lo que quieren que me pierda” creó muchas ganas de ver la película y esto acarreó también curiosidad a los que no se dejaban arrastrar por esos primeros sentimientos. Había incluso un posicionamiento y una especie de defensa, casi personal, de cada uno de los espectadores hacia Vigalondo, como víctima de una decisión injusta. Así que, gracias a la negativa inicial, la película creó el revuelo que creó. Esto hizo pensar que se había hecho mal en decidir no estrenarla. Pero también hay que ver que, de no haberse decidido nunca eso, el éxito no habría sido el mismo. El film, tal como está, se parece más a un ejercicio que podría distribuirse en órbitas menores –similares al circuito de cortometrajes— que a una película para ser lanzada en salas. Es como un experimento, una prueba “a ver si funciona”, más que algo que se pueda considerar definitivo o completo.
Apreciamos en lo positivo el intento de Vigalondo por lidiar con una de las cosas más difíciles de escribir: los viajes en el tiempo. También el aperturismo que supone que en España se comience a hacer cine de género con ganas de entretener. E igualmente alguno de los elementos del guión, que resulta muy original.
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Más información en Blogdecine sobre ‘Los cronocrímenes’.
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