Si hace poco hablábamos de la estilización del estilo de Steven Spielberg en ‘El puente de los espías’ (‘Bridge of Spies’, 2015), lo mismo creo que ocurre con Guillermo del Toro y su última obra ‘La cumbre escarlata’ (‘Crimson Peak’, 2015). Si bien uno es un director al que podemos calificar de genio, un fabulador extraordinario que conoce, al dedillo, los entresijos de la narración cinematográfica, el otro es un friki experto en cine fantástico que juega con el séptimo arte como un niño ilusionado con un juguete nuevo. Su mundo personal está lleno de referencias por doquier a ese cine que tanto disfrutó de niño, y sigue disfrutando.
Sin embargo con la presente, y a pesar de que referencias tiene prácticamente en cada plano, el director mexicano —al que le encantan las historias de fantasmas, puesto que parece creer en ellos— ha logrado fusionarlas con sus inquietudes personales, logrando un producto que tiene alma propia, por así decirlo. Una clásica historia, llena de fantasmas, secretos, sangre y una casa fascinante, que casi parece otro personaje más, siguiendo la tradición de varios títulos conocidos, convertida en una maravillosa orgía fantasmagórica, con la que Del Toro realiza su mejor carta de amor al cine de Mario Bava, probablemente la mayor de sus influencias y filias.
Ya en ‘El espinazo del diablo’ (2001) se había acercado al universo de los fantasmas a través de una fábula ambientada en un orfanato tras la guerra civil española, pero si la misma adolecía de cierto desequilibrio ético/estético, en ‘La cumbre escarlata’ logra pulir a la perfección dicho error. Contando con un guionista como Matthew Robbins —que fue guionista de Spielberg en un par de ocasiones, y firmante de una pequeña joya como ‘El dragón del lago de fuego’ (‘Dragonslayer’, 1981)—, Del Toro encaja a su triángulo protagonista en un marco de sobra conocido por todo amante del fantástico, con ecos nada disimulados al ciclo de Roger Corman adaptando a Edgar Alan Poe, concretamente a ‘La caída de la casa Usher’ (‘House of Usher’, 1961).
“Los fantasmas son reales” es la frase con la que da comienzo ‘La cumbre escarlata’. Toda una declaración de intenciones por parte de Guillermo del Toro, que logra, de lejos, su mejor puesta en escena, demostrando una de las grandes verdades del arte, la forma es el fondo. Lo segundo no hay que buscarlo —en caso de que alguien cometa el error de separar ambos elementos, que es muy libre— en la historia de un matrimonio por interés, una hermana celosa, fantasmas que se aparecen a la protagonista o héroes descafeinados. Todo el interés del relato está en esa impresionante casa, que al igual que la residencia de los Usher, representa la decadencia de un tiempo y unos dueños anclados que luchan a su manera por un futuro.
Nuestros fantasmas
La mansión de los Sharpe —excelentes Tom Hiddleston, y sobre todo Jessica Chastain, en una de sus mejores composiciones— parece respirar, tiene un agujero en el techo por el que se cuela la nieve, y parece sangrar bajo el suelo; Dan Lausten, con un currículum lleno de películas “oscuras”, logra su trabajo más matizado, perfecta conjunción de iluminación y color, que ayudan a mostrar la citada decadencia. Con este trabajo Guillermo del Toro se acerca, como nadie lo ha hecho jamás, a su admirado Bava —director de fotografía de sus propias películas—. Hay planos que recuerdan al tercer capítulo de la inmensa ‘Las tres caras del miedo’ (‘I tre volti della paura’, 1963), logrando el mismo tipo de relato gótico. El fantasma como metáfora más allá de la presencia terrorífica. El drama gótico dándose la mano con la historia de casa encantada. El pasado de la protagonista contra el pasado de los dos misteriosos hermanos.
‘La cumbre escarlata’ se abraza al cine de terror, pero no es un film de miedo —los referentes son tan claros, con Jack Clayton a la cabeza, que ni lo pretende—, sino sobre los miedos personales, que así mismo despiertan fantasmas. El terror deviene en melodrama gótico, con ese romanticismo tan característico del siglo XIX, sugiriendo temas como el enfrentamiento del viejo continente con el nuevo, o el papel de la mujer en la sociedad de aquellos años, todo con una imponente música de Fernando Velázquez, que imprime más pasión a la película. Una pasión de la que también se habla, tal vez transformada en sentimiento al que se abrazan los citados fantasmas personales.
Guillermo del Toro no ha utilizado nunca tan bien la cámara como en esta película, aprovechando visualmente cada uno de los golpes de efecto, tan esperados como disfrutables debido a su permanencia en un plano que no abusa de cortes agolpados uno tras otro, y se vuelve cada vez más vigorosa, acorde con el crescendo dramático tras la “sorpresa”. Un tour de force final en el que dicha cámara se alía con la explosión de brutalidad animal por parte de Jessica Chastain, para concluir enlazando con el comienzo respondiendo en forma de contraplano a la aseveración inicial. Mientras tanto el romanticismo queda adherido, a modo de recuerdo, de presencia (fantasma) a un lugar, a un momento determinado, a un sentimiento, el más grande de todos.
Admirable en todos los aspectos, y algo que agradecerle es el tono clásico, dadas las modas actuales en películas con fantasmas, abocadas la gran mayoría a taquicardias visuales de toda índole.
Otras críticas en Blogdecine:
- 'La cumbre escarlata', extraordinario envoltorio, aceptable contenido (por Mikel Zorrilla).
- 'La cumbre escarlata', espinazo 2.0 (por Sergio Benítez).
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