Se estrenó el pasado fin de semana ‘Infierno blanco’ (’The Grey‘), que nos cuenta cómo algunos trabajadores de una plataforma de extracción petrolífera en Alaska toman un avión para pasar unos días de descanso en Anchorage. Cuando todos están dormidos, sufren un accidente que deja el aparato despedazado sobre una inclemente cima en la que el viento azota copos de nieve contra los restos y los supervivientes. Pero el peligro mayor que sufren estos hombres no proviene del frío ni del aislamiento, sino de los lobos que los han percibido como una amenaza y que se acercan en manadas para expulsarlos de su territorio. Ottway, un francotirador cuya misión era proteger a los demás de las fieras que circundan el perímetro de la plataforma, se erige en líder espontáneo al ser el que mejor conoce y puede prever el comportamiento de estos animales.
Joe Carnahan, responsable de ‘El equipo A’ (2010) o ‘Ases calientes’ (2006), nos adentra con ‘Infierno blanco’ en una opresiva atmósfera en la que todos los riesgos están presentados con destreza y donde la acción nos es trasladada con habilidad, aunque dentro de esa opción de planos confusos y montaje de destellos que apenas deja percibir algo más claro que un movimiento rápido e indefinido. La fotografía Masanobu Takayanagi acompaña con una sabia elección de tonos basados en la nieve y en el efecto uniformador que esta produce sobre todas las superficies para provocar que el helamiento se convierta en una sensación casi palpable.
Aún sin saber que está basada en un relato corto, ‘Ghost Walker’, es fácil adivinar en la película los restos de una adaptación literaria. Esto se debe a que la transformación al lenguaje fílmico está conseguida solo en parte. La poesía que quizá tenía el texto, lejos de trasladarse aquí con la misma efectividad, pero en modo cinematográfico, ha quedado como vestigio de algo que no se ha eliminado por completo, pero que tampoco se ha sabido mantener enteramente, siquiera gracias a la discutible ventaja de contar con el autor de la narración, Ian Mackenzie Jeffers, como guionista.
El mayor problema de la cinta es, por tanto –y siempre en mi opinión–, esa mezcla poco amalgamada entre la aventura de la supervivencia y la lírica de aceptar un destino contra el que poco se puede hacer. Son dos pretensiones por sí mismas muy válidas, pero que difícilmente se pueden conjugar o que, al menos, Joe Carnahan en este caso, no ha conseguido unir. Mientras la lucha épica contra los elementos y el enemigo territorial da espléndidos resultados a los que ya he aludido en párrafos previos, la introspección y asunción de la fatalidad resulta pobre, torpe y a veces casi ridícula. Empleando la voz en off, repetitivos flashbacks y algunos diálogos de forzada carga sentimental se trata de aportar la faceta profunda que no encaja con la crudeza de la huida. Cierto es que este aspecto no está bien llevado, pero considero, a riesgo de equivocarme, que incluso aunque se hubiese plasmado con maestría, habría chocado con la intención del entretenimiento.
Liam Neeson es el macho alfa
El comportamiento aguerrido de las víctimas del accidente se presenta muy realista y cargado de vigor –podéis llamarlo testosterona–, gracias a buenos intérpretes y a una dirección de actores acertada. Liam Neeson encabeza el nutrido reparto de rostros célebres o, al menos, que pueden sonarnos de series y otras producciones cinematográficas: Dermot Mulroney, Dallas Roberts, James Badge Dale –ambos de ‘Rubicon‘–, Frank Grillo, Ben Bray… Los diálogos que no insertan el debate sobre la fatalidad con calzador, sino que sirven para demostrar las actitud de estos hombres que, aun en una situación tan comprometida, recurren al humor como arma para soltar tensiones, son ágiles y creíbles.
Aunque la presentación de los personajes como grupo o, en este caso, como manada, sea efectiva y verosímil, la que se hace de cada uno individualmente no funciona tan bien. Esto es causa, de nuevo, de lo dicho anteriormente: la faceta de la película que refleja una aventura, sí debería habernos dejado conocer a todos y cada uno de ellos para vibrar con su objetivo y preguntarnos si se salvarán. Para la faceta que se centra en la reflexión del protagonista, estos hombres son solo figuras cuyos designios poco importan. Esto queda perfectamente demostrado cuando, tras la colisión, sobreviene la muerte a un pasajero al que aún no conocíamos. No se trata de querer al personaje para sentir la pérdida, pus la intención de la secuencia es enseñar la cara de la parca a los demás supervivientes o quizá reflexionar sobre este último momento ante el espectador. Nos encontramos así en otra consecuencia de esa confusión de intenciones que asola a ‘Infierno blanco’.
Las caracterizaciones de los personajes –no hablo de interpretaciones, sino de que el guion nos permita saber algo de ellos– tardan en llegar y están repartidas a lo largo del metraje, en lugar de hacerse en conjunto desde el inicio, como es común. Vamos entendiendo a cada uno de ellos por turnos, lo que tiene un efecto implícito de autospoiler. Al ser quizá demasiado tarde para lograr un retrato completo, la efectividad emotiva se basa en la familia que cada uno dejará –qué curioso que todos tienen hijas, como si eso diese más pena– en lugar de en lo que son por sí mismos. Los pocos personajes que sí gozan de retrato resultan ligeramente maniqueos, especialmente Díaz que, presentado como malo, es el único que muestra algo de lucidez a la hora de sugerir decisiones que nunca se adoptan ya que, como entre los lobos, aquí también hay un macho alfa y ese es Ottway (Liam Neeson).
Conclusión
Suelen atraerme mucho las luchas por la supervivencia ambientadas en montañas nevadas y estoy segura de que este argumento de venta no habrá funcionado solo conmigo, ya que muchos compartiréis esta predilección. Lo que encontramos quienes acudimos con esa expectativa es una aventura entretenida, bien rodada y bien fotografiada, que se deja ver y que cuenta con algún momento potente. Si no hubiese tratado de ir más allá, ‘Infierno blanco’ podría haber supuesto una película de considerable valor. Sin embargo, percibimos asimismo la intención lírica de deliberar sobre la muerte, que procede del relato en el que está basada. Esta segunda vertiente no se traslada con acierto a la pantalla y tampoco aporta épica a la otra –aunque tampoco diría que la estorba–. Ni la interpretación de Liam Neeson consigue que sus consideraciones o renuncias resuenen y nos provoquen la buscada reflexión y mucho menos que la poesía del texto se sienta en el film.
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