Con el paso de los años, el terror ha terminado convirtiéndose en uno de los géneros más prolíficos del panorama cinematográfico. Esto se debe en gran medida, además de por el abrazo de un público ávido por pasar un mal rato en una sala de cine, por el bajo coste de unas producciones que permiten a los inversores obtener grandes beneficios en taquilla con un riesgo muy bajo.
Si nos dejamos llevar por la generalización, podríamos concluir que esto ha condenado a un buen número de las cintas de esta categoría a padecer una repetición formularia de los mismos mecanismos, siendo cortadas por un mismo patrón que deriva en un déjà vu de éxitos comerciales —muchas veces merecidos— rutinarios, carentes de frescor e incapaces siquiera de inquietar al respetable.
Por suerte, cada cierto tiempo surge prácticamente de la nada una anomalía que destaca entre sus congéneres, cambiando las reglas del juego y elevando con maestría el terror a una nueva dimensión que lo aleja de esa extraña marginación que sigue padeciendo —por suerte, en mucha menor medida— en pleno 2018. En esta ocasión, esa rara avis se titula 'Hereditary', y es, simple y llanamente, la mejor película de terror de lo que llevamos de siglo y una de las mejores de todos los tiempos.
Este magnífico debut —porque, aunque cueste creerlo, es una ópera prima— de Ari Aster, se une de este modo a los dos grandes referentes más recientes del horror fílmico 'Babadook' y 'La bruja'; largometrajes con los que guarda dos marcados elementos en común: una fuerte presencia femenina con tres actrices principales sobresalientes y una voluntad de tratar temáticas subyacentes utilizando el género como herramienta.
Así, 'Hereditary' proyecta una mirada única sobre sus temas más mundanos, terrenales y "tangibles", articulando su discurso con una aproximación al terror rupturista, de una inteligencia que roza la superdotación y que huye de todos los clichés y recursos asociados al género. Todo ello para dar rienda suelta a un horror que no sobresalta ni altera, sino que se mete poco a poco bajo la piel, asfixiándote, destrozándote los nervios e intoxicándote con unas sensaciones que tardan días en comenzar a diluirse.
Esto es, en parte, gracias a un tratamiento formal exquisito en el que reina un equilibrio perfecto entre su medido tono, su fascinante apuesta estilística y su irrespirable atmósfera. Elementos cohesionados por una excepcional dirección de Aster, precisa de igual modo en lo que respecta a cámara, puesta en escena y dirección de actores —maravillosa Toni Collette—, y que no se deja desvirtuar con efectismos.
'Hereditary' edifica su horror latente en torno a un crescendo constante de dos horas de duración en el que la contención inicial, los juegos de términos y claroscuros, y el uso de elementos narrativos subliminales que redimensionan los trucos con los que William Friedkin nos aterró en 'El exorcista', no temen en coexistir con pasajes de una brutalidad inesperada y capaz de helar la sangre.
Aunque si todo esto termina funcionando como un perfecto y diabólico dispositivo al servicio del terror más puro y primitivo es debido a la construcción de su libreto. Este se entrega a un ritmo pausado para ir presentando y desenmarañando los entresijos de la disfuncional familia protagonista mientras enlaza giros dramáticos que propician unas satisfactorias sensaciones de desconcierto e incomprensión para culminar en un tercer acto demencial que invoca al mejor Roman Polanski en un fin de fiesta irrepetible.
Por mucho que ciertas personas, aparentemente avergonzadas de disfrutar de este tipo de productos, pretendan camuflar la naturaleza de 'Hereditary' catalogándola de "drama familiar en clave de terror" o marcándola con etiquetas como "smart horror", la primera película de Ari Aster sólo puede confinarse dentro de los límites del TERROR. De ese que se escribe en mayúsculas, del que deja un poso en tu cerebro difícil de borrar, del que te persigue noche tras noche evitando que concilies el sueño, del que marca un antes y un después para hacer historia.
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