Nunca he llegado a comprender del todo las ganas de nuestra especie de generar absurdas polémicas por los motivos más peregrinos. Polémicas que casi siempre llevan a ninguna parte y que, en lo que al cine se refiere —por ir acotando— deberían quedar dirimidas siempre antes de empezar por la publicidad gratuita que, supongo, aquellos que arremeten contra un título en particular es lo último que están buscando. Esta sucinta reflexión viene a cuento, cómo no, de la que se montó hace doce años con la publicación de 'El código Da Vinci' y, aún más, de los encendidos comentarios que ciertos sectores —esos que se rasgan las vestiduras a la mínima de cambio— arrojaron en 2006 sobre la adaptación del mismo que llevó a cabo Ron Howard.
De hecho, siguiendo con el hilo reflexivo, que tantas voces se alzaran iracundas y violentas contra algunas de las teorías enunciadas por Dan Brown en su libro —todas ellas ficciones de la misma validez que la que atesora la "realidad" que nos vende el libro sagrado— da que pensar acerca de la capacidad de raciocinio de la humanidad, de la nula predisposición que solemos tener para distinguir aquello por lo que vale la pena luchar de lo que es una supina estupidez que no merece ni un ápice de nuestro valioso tiempo y, por supuesto, de ese esquivo concepto que para muchos de nuestros congéneres es el respeto por las ideas de cada individuo.
Pero lo que a nosotros nos interesa no son, por supuesto, absurdas polémicas, sino la calidad cinematográfica de lo que Ron Howard llevó a cabo hace nueve años y la validez de una adaptación que, ciñéndose de forma bastante precisa a las páginas que traslada a imágenes en movimiento, incurría en ciertos problemas en la versión estrenada en cines. Unos problemas que, bajo mi punto de vista, quedaban plenamente subsanados en el montaje extendido de casi tres horas que llegaba en formato doméstico a finales del año del estreno y que será el objeto del texto que sigue a continuación.
Hanks, Bettany, McKellen y Zimmer
Si algo creo haber dejado más o menos claro en este recorrido de cinco filmes protagonizados por Tom Hanks que hoy culmina con 'El código Da Vinci' ('The Da Vinci Code', Ron Howard, 2006) es que personaje que es tocado por la gracia del actor, se convierte en un nuevo y soberbio ejemplo de sus inmensas capacidades interpretativas. Es más, de Hanks se podría afirmar que aún en el peor de los filmes en los que se ha visto envuelto —y alguno hay por ahí que mejor olvidar— él siempre ha dado lo mejor de sí, ya sea en esa vis cómica que caracteriza sus comienzos, ya en la dramática en la que nos ha dejado sus papeles más memorables.
Robert Langdom no es una excepción, y el carisma que derrocha Hanks desde la primera aparición de este profesor de Harvard experto en simbología que se verá envuelto en una trama milenaria sólo es comparable al que también ostentan, en otros términos, los otros dos mejores actores con los que cuenta 'El código Da Vinci', Paul Bettany y Sir Ian McKellen: tanto el primero en la torturada piel del "monje" albino, como el segundo en la del estudioso del mito del Grial que ayudará a Lagndom a dar respuesta a algunos de los muchos misterios que encierra la búsqueda de éste, conforman las apuestas que mejor resisten, directa o indirectamente, el envite de Hanks.
Con Audrey Tatou y Jean Reno capeando el temporal de forma más tímida, la atención sobre lo mejor que ofrece 'El código Da Vinci', que también pasa por lo muy variado de sus espléndidas localizaciones, salta de la citada terna de actores al score compuesto por Hans Zimmer. El teutón ya había colaborado con Howard en la enérgica partitura de 'Llamaradas' ('Backdraft', 1991), y sustituía aquí a James Horner —que había escrito la música de seis de las siete películas que Howard había rodado entre 1991 y la que hoy nos ocupa— para ofrecer un trabajo soberbio rematado con el que es uno de los mejores temas que ha parido a lo largo de su dilatada trayectoria.
Bajo el título de 'Chevaliers de Sangreal'. el cíclico corte de cuatro minutos que da cierre a la proyección se construye sobre un motivo de gran belleza que habla al mismo tiempo tanto de la vertiente más épica y legendaria del relato —esa relacionada con la búsqueda del Grial— como de aquella más íntima que recae sobre la figura de la Virgen María, a la que el músico alemán también dedica especial atención en otros momentos del metraje con una sutileza que sirve de perfecto contrapunto a los momentos de mayor empaque asociados a las secuencias de acción.
'El código Da Vinci', en segundo plano
Con los valores expuestos anteriormente como mejores valedores de un filme que, en su versión extendida, resulta mucho más convincente, mejor enhebrado y, paradójicamente —por aquello de su mayor duración— bastante más entretenido que la opción estrenada en cines, no es la dirección de Ron Howard, al menos no en su totalidad, uno de los fuertes de 'El código Da Vinci': cuando así lo quiere, aquí y allá, el cineasta se saca de la chistera secuencias espléndidas —la inicial del Louvre, lo que acontece en la mansión Tibbit, la de la Catedral de San Pablo, el recorrido final por París...— pero todas ellas quedan algo deslucidas por un conjunto que casi hace de la irregularidad su máxima.
Disimuladas por el amplio presupuesto que respalda el filme y por la fascinación que todo lo que concierne a la figura de Cristo sigue generando en creyentes y no creyentes, las fallas de la realización de Howard no consiguen arruinar una función que, como digo, es un entretenimiento imparable que no da descanso y que lleva al espectador a un viaje en perpetuo movimiento de manos de un Indiana Jones contemporáneo que, sin látigo ni Fedora, se embarca en una aventura que bien podría haber protagonizado el arqueólogo creado por Steven Spielberg y George Lucas.
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