“Para un hombre que puede ver, el mundo está lleno de mujeres. Sólo yo estoy maldito, yo que sólo puedo verte a tí” -Jaffar (Peter Veidt)
Continuamos con este ciclo dedicado al Gran Cine de Aventuras, no tanto para nombrar las proverbiales, o para configurar una lista (siempre subjetiva) de lo que puede ser considerado lo más valioso, como para ofrecer una visión de las constantes más notables del género, aquellas que lo convirtieron en algo más que una evasión: en una forma de entender la vida y el cine. Todo, recuerdo al lector, porque el cine de aventuras actual ofrece muy pocas razones para el optimismo, y porque quiero pensar que la nueva versión de ‘Conan, el bárbaro’ (‘Conan the barbarian’, Marcus Nispel, 2011) va a merecer la pena, con lo que el ciclo concluirá antes de su estreno. Y como ya hemos hablado de la que probablemente sea la aventura en blanco y negro más inolvidable de la historia del cine, el ‘King Kong’ (id, 1934) de Cooper y Schoedshack, toca pasar a la que para muchos es la película proverbial de aventuras y fantasía en esplendoroso Technicolor: ‘El ladrón de Bagdad’ (‘The Thief of Bagdad’, 1940), dirigida por seis cineastas, tres de ellos no acreditados.
Esta segunda adaptación del cuento más famoso de los que forman ‘Las mil y una noches’ (relatos encadenados uno detrás de otro, cuya lectura recomiendo antes del visionado de esta película), después de la versión magnífica de la mejor época de Raoul Walsh, también titulada ‘El ladrón de Bagdad’ (‘The Thief of Bagdad’, 1924), aunque con un improbable Douglas Fairbanks como el ladrón; esta versión, como digo, es la madre de todas las películas de aventuras posteriores de fantasía a todo color, que tanto proliferan en la actualidad. Es decir, la fuente de la que beben tantas películas, muchas de ellas imitadoras mediocres, que buscan maravillar al espectador con colorido y efectos especiales, y que la mayoría (no todas, claro está) no logran lo que logró en su día ésta joya: crear un mundo cerrado en sí mismo, improbable y aún así (o quizá precisamente por ello) creíble y fascinante. Mundos que otros directores (muchos de ellos dotados de talento) no han conseguido igualar, quizá porque no creían en ellos, pues narrar aventuras requiere de una fe inamovible.
Hay que tener en cuenta que esta película llega un año después de ‘El mago de Oz’ (‘The Wizard of Oz’, 1939), casi una narración metafísica, de Victor Fleming, George Cukor, Melvyn Leroy y King Vidor; y dos años después de la ya comentada ‘Robin Hood’ (‘The Adventures of Robin Hood’, 1938) de Michael Curtiz y William Keighley. Dos películas en las que el color posee un protagonismo incontestable, y que significaron un cine capaz de hacer volar al espectador a territorios todavía no roturados. La película de la que hablamos hoy recoge el testigo inmejorablemente, y se zambulle en los arquetipos más estimulantes y placenteros de lo árabe y lo sobrenatural. Pues si ‘King Kong’ ejemplificaba el gusto de la época por lo exótico y oculto en la naturaleza, ‘El ladrón de Bagdad’ es muestra de un acercamiento idealizado hacia los cuentos orientales. Un acercamiento probablemente impuro y plagado de exageraciones, pero no por ello menos apasionante, pues existe en las imágenes de esta película una extraña e intangible belleza y profundidad conceptual.
Una narración en abismo
Volviéndola a ver sorprenden dos cosas: la cantidad de peripecias que suceden realmente (sin forzar, sin apretar los acontecimientos) en la pantalla, y la frescura e imaginación conque están narradas esas peripecias. Muchos dirían que es una película basada en su fotografía, en sus escenarios, en su imaginería tan entrañablemente arábiga. Pero en mi opinión el relato se sostiene aún hoy día por una estructura temporal que es casi arquitectónica en su solidez. A pesar de todas las idas y venidas, de la velocidad de las aventuras, de la admirable prontitud con la que todo se nos cuenta, se tiene la sensación de presenciar una aventura de gran nitidez, con un ritmazo impecable. Es mérito de los directores (y también es mérito que, aunque son muchos, mantienen una unidad de dirección impecable) entender a la perfección el libreto de Miles Malleson, y saber dotar de detalles magníficos (de expresión, de dirección de actores, de ideas puramente visuales, de un dinamismo del que se puede aprender en el cine actual) y de credibilidad a cada secuencia, en un crescendo imparable, que mantiene pegado a la butaca desde el fenomenal arranque (tan oriental) al violento y luminoso clímax final, casi la promesa de una aventura que acaba de empezar.
Pero lo que más me gusta es que dentro de ese tono de fantasía sin límites, nos encontramos ante una narración de un romanticismo desgarrador y de una violencia soterrada, que se enroscan lentamente en el ánimo del espectador, hasta el punto de que sus ciento seis minutos se pasan volando y nos dejan insatisfechos y con ganas de más. Es casi una Odisea homeriana, con el largo viaje de Abu y Ahmed, con la interpretación imponente de un Peter Veidt (que da vida al Jaffar más complejo de los que he visto, luego homenajeado en la soberbia película Disney), con un perfecto Sabu (mucho más ajustado al personaje del ladrón que el bueno de Fairbanks, aunque también en otro estilo, eso es cierto), y con una bellísima June Duprez en el papel de la princesa, amén de un reparto muy bien elegido (ese genio artero de Rex Ingram), que se complace en una galería luctuosa de personajes secundarios, todos los cuales gozan de su momento de su gloria, de una mirada o una línea de diálogo para el recuerdo. Síntoma, todo esto, de una dirección apasionada que no dejó nada al azar a la hora de capturar la ensoñación del espectador.
Filmada en un aspect ratio de 1.37:1 (tal como se puede apreciar por las imágenes que acompañan este texto), con complicadísimos efectos visuales que comprenden un uso soberbio de la maquetación o de la fotoimpresión, con dos (o a veces muchos más) elementos combinados entre sí para dar la apariencia (ingenua, pero reforzada de convicción) de realidad. Por ejemplo, las secuencias con el genio o con la alfombra voladora. Quizás ingenuos hoy día (como ingenua es la historia, hija de otro tiempo y otra forma de entender el cine) pero igualmente loables y esforzados, más destinados a elaborar un mundo ficticio con sus límites y normas internas que a una exhibición técnica tan en boga hoy día (y que pocas veces da lugar a mundos igualmente logrados). Los decorados de Vincent Korda hacen el resto, convenientemente reforzados por una partitura musical de Miklós Rózsa mil y una veces imitada. Como resultado: la construcción de un material del que se han servido los sueños de muchos (incluido yo mismo) para ingresar en nuestro interior onírico. La mentira del cine como vehículo para creer en un mundo diferente, seña de identidad del gran cine de aventuras.
Conclusiones y escena favorita
Épica, romántica, ingenua, entrañable, joya del cine de aventuras, clave en el devenir del género, sobre todo en su vertiente más lúdica y de colorido vibrante. De obligado visionado para todos los amantes del cine, mi secuencia favorita es, qué sorpresa, la primera aparición del genio, imaginándome yo el impacto que tuvo que suponer para los espectadores de 1940. Imposible acceder a ese salto temporal, pero aún queda algo de eso en nuestra memoria genética de cinéfilos.
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