De amor-odio se podría definir mi "relación" con el cine de Alejandro G. Iñárritu. Tras quedar fascinado a ratos por su ópera prima —una cinta irregular que funcionaba de forma asombrosa aquí y allá—, y asumir que de no ser por lo soberbio de su montaje, su segunda producción nunca hubiera pasado de considerarse como un telefilme venido a más, fue 'Babel' (id, 2006) un lugar para el desencuentro y la suma decepción con el realizador mexicano.
Unas sensaciones que el cineasta prorrogaría y ampliaría sobremanera con 'Biutiful' (id, 2010) hasta tal punto que, cuando hace cosa de poco más de un año llegó a nuestras pantallas 'Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia)' ('Birdman', 2014) el que esto suscribe se pensó, y se pensó mucho, el acudir al cine a dar cuenta del filme que terminaría llevándose el Oscar a la Mejor Película.
Llevado no obstante por las muchas voces que apuntaban hacia él antes de que se proclamara victorioso en la ceremonia de premios, fue la cinta con Michael Keaton motivo de deliciosa y gozosa reconciliación con el realizador. Y si bien dichas sensaciones se derivaron en mayor medida de la fascinante y potente propuesta visual y narrativa que de un guión escrito para agradar a los miembros mayoritarios de la Academia, lo cierto es que Iñárritu me había vuelto a ganar.
Tour de force
Con las espléndidas sensaciones derivadas del filme reafirmadas en una reciente revisión, me acerqué a 'El renacido' ('The Revenant', 2015) con la seguridad de que iba a encontrarme de nuevo con un Iñárritu fuerte y en plena forma por más que, y eso era algo que se sabía a priori, esta historia de venganza en la América fronteriza no fuera a ofrecer nada que no hubiéramos visto ya en 'El hombre de una tierra salvaje' ('Man from Wilderness', Richard C. Sarafian, 1971).
Protagonizado por Richard Harris, el citado filme se basa en los mismos hechos reales en los que se apoyó Michael Punke para escribir la novela que sirve de punto de partida al guión redactado alimón por Iñárritu y Mark L. Smith, un guión que adolece de la misma linealidad que veíamos en la cinta de Sarafian y que, en clara oposición a la incontenible verborrea de su anterior trabajo, apuesta por la ausencia de diálogos durante una buena parte del metraje.
Ello no impide que el ímpetu que el cineasta imprime al relato —al que volveremos algo más abajo— consiga que el espectador se implique sobremanera y de forma íntima con las muchas penurias y desventuras por las que pasa un protagonista definido mediante escuetos y simples brochazos que, afortunadamente, encuentra en Leonardo DiCaprio una encarnación para la que, como se ha dicho en los últimos meses hasta la saciedad, todas las alabanzas son pocas.
De haber caído en otras manos, es posible que no pudiéramos afirmar como sí podemos aquí, que el Hugh Glass al que da vida el actor está sujeto a un verismo de un nivel estratosférico que no necesita del poder de la palabra para meterse en el bolsillo al respetable: sus gestos, su lenguaje corporal y la variedad de sus "gruñidos" —no es broma, resulta increíble la variedad de actitudes que éstos transmiten— hacen de éste hombre de la frontera un auténtico hallazgo por parte del actor.
No se quedan atrás, ni palidecen en exceso al ser comparados con el protagonista principal, ni un inconmensurable Tom Hardy —un auténtico animal escénico que tampoco necesita de mucho verbo para asombrar como ya demostrara en la piel de Max Rockatansky—, ni unos espléndidos Domhall Gleeson y Will Poulter, el primero mucho más convincente aquí que en el papel que le llevaba en diciembre a la galaxia muy, muy lejana.
Sin artificios
Que el respaldo de los 156 minutos de metraje sea un libreto lineal y legible a distancia, lejos de resultar un escollo para Iñárritu es el trampolín que da alas al cineasta para plantear la que, probablemente, sea su mejor cinta si de lo que estamos hablando es del terreno estrictamente visual. Y lo es por razones que se mueven entre sus formas narrativas, una fotografía que quita el hipo o la manera en la que el director rescata para el filme la épica que es capaz de transmitir un paisaje.
El primer y el último término de esta terna de valores quedan potenciados hasta alcanzar cotas sublimes por la fotografía de Emmanuel Lubezki: concretada sin el uso de ningún artificio por decisión conjunta tomada con Iñárritu, lo que el trabajo del mexicano permite es asomarnos a estampas de una belleza sin par que asombran nuestra retina y quedan fijadas en nuestra memoria mucho tiempo después de haber finalizado la proyección.
Sería un ejercicio de banalidad el intentar señalar cuáles son los mejores ejemplos del trabajo de Lubezki cuando, a groso modo, de las dos horas y media de duración pocos son los momentos que podrían descartarse. Aún así, y quedando claro que la maestría del director de fotografía le hará probablemente acreedor por tercer año consecutivo del correspondiente Oscar, me quedaría —permiso de mi compañero Alberto mediante— con el momento del reencuentro en el bosque. Espectacular.
Respaldando con argumentos de una categoría incuestionable lo que Iñárritu encuadra con su objetivo, e insistiendo en que el filme tiene momentos de auténtico éxtasis para los amantes de los paisajes, es la forma en la que el realizador lleva a cabo la puesta en escena de ciertas secuencias donde 'El renacido' brilla con mayor intensidad y durante más tiempo y mejor puede uno apercibirse del por qué de su nueva nominación.
'El renacido', sobresaliente imperfección
Quizás podrá aducirse que en los momentos en los que el filme más impacta, Iñárritu deja de lado la sutileza que muestra en instantes puntuales del resto del metraje y subraya en exceso lo que está sucediendo, regodeándose a placer en rayar el paroxismo; pero cuando eso le permite rodar secuencias como el ataque inicial —en la que hay un plano secuencia soberbio—, el del oso o la confrontación final, cualquier reproche que se le quiera anteponer queda por tirado por tierra.
Ahora bien, a la luz de todo lo anterior, sería lógico pensar que este redactor considera a 'El renacido' una obra maestra cuando, en realidad, no es así. Y si no lo es, es debido a la intermitente insistencia en un vacuo terreno espiritual con la que la cinta queda jalonada. No en vano, decía el director que su filme había que verlo en un templo, una exageración como otra cualquiera que cobra algo de sentido si se consideran esos momentos en los que el guión mira algo más allá.
Pero esa mirada parece querer tapar con un halo de falsa relevancia lo que en esencia es un relato de violencia descarnada y supervivencia al límite que poco o nada necesitaba de molestas adendas que, en última instancia, nada añaden ni a los personajes ni a la experiencia que es sentarse a ver el filme. Una cualidad ésta que también comparte el absurdo plano final y que, no obstante, no empaña lo suficiente la sobresalientes sensaciones que deja una producción sencillamente soberbia.
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