'El maestro del agua', aire

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'El maestro del agua', aire

No me tiemblan las manos al decir que, en mi opinión, Russell Crowe, entre los años 1997 y 2005 era uno de los mejores actores de la historia. Como suena. Películas como ‘El dilema’ (‘The Insider’, Michael Mann, 1999) o ‘Cinderella Man’ (id, Ron Howard, 2005), por poner dos ejemplos, muestran hasta dónde es capaz de llegar Crowe en la composición de sus personajes. Que un actor tan camaleónico, y entregado, como Crowe decidiese dar el salto al otro lado de la cámara es algo que no podíamos perdernos. Pero un gran actor no lleva incluido ser un gran director, a veces todo lo contrario.

‘El maestro del agua’ (‘The Water Diviner’, 2014) es la ópera prima de Crowe, en la que por supuesto se reserva el personaje principal para su absoluto lucimiento, mientras el resto de actores caminan a su sombra, algo que bien puede verse como un ejercicio de egocentrismo brutal. Y sano, por qué no. Si Crowe se gusta a sí mismo, pues se gusta, a tenor de la cantidad de primeros planos, y medios, y de toda índole, que el actor neozelandés se reserva para su enorme figura, en lo que parece una secuela bastarda de la superior, en todos los aspectos, ‘Gallipoli’ (id, Peter Weir, 1981).

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Es evidente que ambas películas no narran la misma historia, pero la de Crowe están en deuda, por así decirlo, al partir su trama de una de las más sangrientas batallas de la Primera Guerra Mundial −¿qué batalla no es sangrienta?− una vez concluida, es como si la Historia, con mayúscula, siguiese su rumbo a partir de aquella, aquí con la historia, en minúscula, de un australiano zahorí, experto en encontrar agua bajo el suelo, que emprende la búsqueda de sus tres hijos fallecidos en la citada batalla para traer sus cadáveres a casa, al lado de su madre.

Una premisa que, sobre el papel, emociona a cualquiera, sin más. Si encima le añadimos la coletilla de “basada en hechos reales” el tanto por ciento de fans sube estrepitosamente puesto que una de las grandes falacias a la hora de disfrutar del cine es que dicha coletilla es tomada como sinónimo de calidad. Con eso, y con una campaña publicitaria en Twitter verdaderamente cansina, el señor Crowe tiene la mitad hecha. La otra mitad es la película en sí. Una película que parece va a ofrecer instantes inolvidables en varios momentos, quedándose a medio camino de sus intenciones.

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El maestro del aire

El inicio en las trincheras durante la famosa batalla trae al recuerdo, y probablemente de forma intencionada, la película de Weir. Se superponen los títulos de crédito, algo que cada vez se hace menos, mientras asistimos a una muestra de mala planificación y montaje, sin ningún sentido de la continuidad. De repente se cambia a la presentación del personaje central, y ahí se tiene la sensación de que se va a ver algo grande. Connor (Crowe) buscando agua y construyendo un pozo para sacarla es, probablemente, uno de los mejores momentos de una cinta que camina continuamente por senderos más que trillados, y de forma muy amable.

Esa falta de dureza por parte de su director hace de ‘El maestro de agua’ un film blando en exceso, adornado además por atardeceres de postal que podrían ser la envidia de Michael Bay. Resulta, pues, sorprendente que alguien como Crowe, acostumbrado a protagonizar películas duras y comprometidas de verdad, tenga mano blanda para lo que se supone un drama sobre padres e hijos, o el amor perdido. Además, las posibles “sorpresas” argumentales están metidas a calzador en un relato que intenta abarcar más de lo debido. Por ejemplo todo lo referente al personaje femenino (Olga Kurylenko), casi irrisorio, y que parece destinado a satisfacer al lado romántico ñoño de parte del público femenino.

Únicamente la secuencia de Connor buscando los cuerpos de sus hijos utilizando sus dotes de zahorí parece resuelta con energía y pasión –y suspensión de la incredulidad−, la que no tiene el resto del film, más preocupado en no molestar, y ser políticamente correcto, que en emocionar hurgando de verdad en los sentimientos del respetable. Las elipsis, bruscas y oportunistas, más el trabajo de un delirante Jai Courtney, forman parte también de los múltiples errores de una película bienintencionada, pero que fracasa en todo, menos en glorificar, visualmente, a su estrella.

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