Constantin Costa-Gavras nos cuenta en ‘El capital’ (‘Le capital’, 2012), una historia universal y eterna sobre ambiciones desmedidas, situada en una coyuntura muy actual y concreta, como es la tiranía de los bancos sobre las instituciones y los ciudadanos y el engaño que suponen algunos productos bursátiles.
No cabe duda de que comulgo con la crítica económico-social del autor que, de hecho, es lo que me mueve hasta el cine, como supongo que ocurre con casi cualquier persona que opte por una película de Costa-Gavras de entre el listado de la cartelera. Sin embargo, una vez dentro de la película, esa protesta empieza a resultarme difícil de percibir, no porque su planteamiento sea sutil u oscuro –muy al contrario, presenta algunas obviedades que veremos más adelante–, sino porque encuentro que el enfoque no está centrado.
‘El capital’ me parece un buen film. Sin embargo, no lo considero redondo o, lo que es peor tratándose de un producto con intenciones tan claras, completamente efectivo. En casos así, suelo dedicar mucha extensión de mis reseñas a tratar encontrar los motivos por los que algo no es perfecto. Si se juzgase al peso, podría parecer que hay más negativo en mi opinión que positivo. Por ello advierto de antemano que si me centro en estos aspectos es porque se prestan más a ser analizados, no porque se me antojen los más destacables.
El personaje protagonista
Gad Elmaleh ha recibido algunas apreciaciones negativas y, si bien a mí su interpretación también me genera dudas, considero que ninguna de ellas se debe a un mal trabajo por parte del actor, sino al personaje en el que tiene que basarse. Se trata de un personaje desdibujado, algo muy diferente a un personaje complejo, contradictorio y multifacético. Este hombre materialista, acomplejado y ciegamente ambicioso, en ocasiones presenta destellos de buena conciencia, atisbos de intenciones loables que –spoilers– rápidamente se disipan. Lejos de considerar esto como la duda normal que puede asolarnos a cualquiera en una situación semejante, lo entiendo como una doblez forzada por el guion para, por un lado, buscar una empatía casi imposible y, por otro, despistarnos sobre la sorpresa final. Estas contradicciones metidas con calzador son las que impiden que ese protagonista resulte creíble o provoque emociones, ya sean de cercanía o de rechazo.
Otros elementos están incluidos con intenciones similares y cumplen estas misiones con la misma falta de verosimilitud –no hay nada que arrebate más la credibilidad a un recurso que el que se perciba que está introducido para cumplir su propósito–. En concreto me refiero al personaje de Maud (Céline Sallette), maniqueo en su retrato de mujer perfecta intelectual y moralmente, y además ajeno a la trama. Recita cual panfleto las consecuencias sociales que tendrán las decisiones de Marc Tourneuil que el espectador tendría que estar viendo o concluyendo sin que nadie se lo dijese y menos los diálogos de la película.
Gabriel Byrne podría enfrentarse al mismo problema, aunque con un maniqueísmo de polo opuesto. Decir que el personaje de Liya Kebede es una mujer objeto sonaría a broma, pero en efecto, su intervención cumple, como las de los demás, un propósito claro. Esta modelo tan deseable como inaccesible es una clara metáfora de todo lo que el protagonista anhela en su profesión. Bernard Le Coq y sus acólitos son los únicos cuyos personajes se mueven en una ambigüedad interesante. La intervención de este último, así como la ambientación en despachos y salas de juntas y cierto feísmo de su estética, me hacía recordar por momentos ‘De Nicolas a Sarkozy’.
La ambición
Es mi opinión y tal vez sea la única persona que la haya tenido, pero para mí la critica hacia la trampa que suponen los fondos de inversión se malogra al presentar un personaje tan ambicioso. Ya que la película es, antes que nada, un retrato psicológico sobre la enfermedad o la obsesión de la ambición, esa injusticia deja de presentarse como un mal de esta sociedad y de este tiempo, ante el que cualquier persona cometería tropelías. Se individualiza la cuestión, cuando la crítica necesita que los problemas se perciban como extrapolables.
Argumental o estructuralmente, ‘El capital’ no presenta una intensidad repartida. Los primeros minutos son con diferencia los mejores, pero una vez todo esta presentado, la narración se estanca en una repetición de lo que ya sabemos. Es mucho más tarde cuando parece que va a retomar el enganche, durante unas escenas en las que el protagonista trama un plan. Entré al cine pensando que vería un film social y, tras encontrar que como tal como me convencía, me dejé llevar por ese instante en el que da la impresión de que va a tornar en una película de intrigas, tretas y engaños. Si la crítica política no funcionaba, podría disfrutar de un thriller empresarial. Esta otra opción también se desvanece pronto.
Las cosas, una vez escritas, parecen mucho más fuertes, concretas y pétreas y así probablemente suene todo lo dicho hasta aquí. Por lo tanto, de poco servirá que asegure que en realidad no se trata más que de un intento de fijar y asentar una serie de sensaciones con las que salí del cine y que tampoco terminaban de plasmarse. Es decir: nada de lo dicho me parece que acabe con ‘El capital’ ni con sus intenciones, simplemente son cosas que flotan en el aire impidiendo un disfrute completo.
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