Cuando Tarkovski dijo que “si escribiera poesía como la de Pasternak, no haría películas”, Boris Pasternak ya no estaba en este mundo. Murió en 1960. Fue uno de los muchos artistas rusos (como el propio Tarkovski) perseguidos, humillados, amenazados y finalmente aniquilados (a menudo incluso asesinados…pero simulando accidente o enfermedad). Pasternak tuvo problemas con la implacable administración soviética toda su vida, pero escribir ‘Doctor Zhivago’ fue la picota final. Así están las cosas, y así está Rusia. La novela no pudo publicarse en ese país hasta tres décadas más tarde, pero la película llegó en 1965, dirigida por David Lean, que tres años antes había triunfado en todo el mundo con ‘Lawrence de Arabia’. Lean, que obtuvo libertad absoluta y un contrato millonario, tenía como misión salvar la Metro, y vaya si lo hizo. La novela maldita en Rusia se convirtió en una de las películas más famosas de todos los tiempos, y en un exitazo mundial sin parangón, que aún hoy, ajustando el precio de las entradas, es una de las más taquilleras de la historia.
Más de tres horas de grandiosidad épica, que deja literalmente agotado al espectador, sacudido por los hechos históricos que pusieron Rusia cabeza abajo y por la historia de un poeta que no sabe amar, o que ama demasiado. Más grande aún por su cercanía cronológica con la quizá superior ‘Lawrence de Arabia’, pero contra la que no palidece. Al contrario. Su vigoroso relato se mantiene incólume al paso del tiempo, incluso más joven y más bella a medida que su estreno se aleja en el tiempo. Y puede ser la película más reestrenada de todos los tiempos, pues en varios países los espectadores pedían volver a verla, y a lo largo de los años volvían a pasarla con llenos absolutos. Parece mentira que tanto en su recepción en Cannes, como en su estreno en Estados Unidos, un sector de la crítica (no todo, claro) la atacase sin piedad, acusándola de lentitud, de morosidad, de autocomplaciencia extrema. Nunca una lentitud fue tan intensa.
Pero es que Lean, durante los años sesenta, y a pesar de esos dos grandes éxitos, fue despreciado de manera sistemática como un director de segunda o tercera categoría, muy comercial, hábil pero sin demasiado interés estético. Por supuesto él iba a lo suyo, y procuraba construir sus obras sin prestar atención a sus detractores. Impuso a Robert Bolt como guionista, y junto a él llevó a cabo la hazaña de condensar una de las novelas más complejas y pobladas, y probablemente inadaptables, que quepa imaginar. Pero lograron un guión de gran precisión, y el milagro de mantener, pese a los muchos descartes de personajes y situaciones, el núcleo del texto de Pasternak. Bolt se alzó con el Oscar de manera incontestable por esa adaptación. Y ya, David Lean en solitario se enfrentó a la tarea titánica de contar esa historia en imágenes, en un rodaje homérico, que tuvo lugar en su mayor parte en España (en localizaciones de Madrid, como la estación de Delicias, Soria o Granada) y para el que contó con el extraordinario trabajo del operador Freddie Young, sin cuyo trabajo fotográfico la película no sería lo que es.
La balalaica de la madre muerta
Somos testigos de la vida de Yuri (magnífico Omar Sharif) desde que es muy pequeño, y se queda huérfano, hasta su muerte. Pero una vez muerto él, la película aún camina algunos minutos, pues debemos despedirnos de Lara (bellísima, casi etérea, Julie Christie). De tal forma que seguimos a uno y a otro, y luego a los dos juntos. Es la historia de una relación imposible, truncada por guerras, odios, adulterios, la fatalidad, la enfermedad, el frío, la crueldad. Pero, aún así, una relación que marca dos vidas para siempre. Lean se entrega con una pasión que no existe en el resto de su filmografía, narrando con desesperada melancolía, con arrebatado lirismo, sin tapujos. Y lo hace poniendo en paralelo la compleja realidad rusa de principios del siglo XX, que da para producir veinte películas y cien novelas más. Pero de manera sintomática comienza la película con el entierro de la madre (una de las mejores escenas jamás filmadas por Lean), y la presentación de ese icono que es la balalaica, como imagen cultural rusa y símbolo de la soledad y el talento poético de Yuri (que tanto nos recuerda al trineo de Charles Foster Kane…).
Y luego, con un inmenso salto en el tiempo, nos presenta al joven, idealista, poco práctico médico de medicina general en que se ha convertido Zhivago. Un médico poeta, inconsciente, quizá, de que el país en el que vive pronto se convertirá en una matanza primero de los poderosos contra los humildes y luego de todos contra todos. Hay secuencias en esta película de una imaginación y una inventiva visual, que no puedo resistirme a hablar de ellas:
1. El intento de suicidio de la madre de Lara, con Komarovsky (fenomenal Rod Steiger) corriendo entre las habitaciones para entregar una nota de socorro, carrera tomada con una sola toma desde el exterior de la casa, captando a Komarovsky a través de numerosas ventanas.
2. La masacre de los jinetes a los manifestantes, que nunca veremos, pues Lean se queda en el rostro horrorizado de Yuri, testigo de los sangrientos hechos. Es casi peor mirarle a él, y ver su compasión y su estremecimiento, que observar cuerpos mutilados por sables.
3. La “muerte” de Pasha, que luego resucitará como Strelnikov, con las gafas cayendo a la nieve, en clara alusión a la muerte de Lawrence.
4. El largo y helado clímax final, con los poemas a Lara, los lobos, los muebles blancos helados, y con la última despedida de Lara y Yuri, con el punto de vista de Yuri viendo desaparecer en el horizonte nevado el trineo que lleva a Lara muy lejos, sabiendo que no la volverá a ver jamás.
Así, sus arritmias, que las tiene inevitablemente, pasan casi desapercibidas, arropadas por una narración tan arrolladora. Lean contrató al genial John Box para el diseño de producción, el cual trabajó con los directores artísticos Terence Marsh y el español Gil Parrondo (una de las leyendas del cine español). Entre los tres crean algunos decorados más recordados de la historia (como construir toda una avenida moscovita en pleno Madrid), que están a la altura de los fastuosos parajes de exteriores (muy pocos de ellos rusos, la mayoría de ellos españoles, como hemos dicho), para erigirse en un diseño de producción memorable, que contó con un inspirado Freddie Young para uno de los trabajos fotográficos más perfectos y exquisitos de la historia del cine.
Porque hemos hablado de secuencias magistrales, pero también hay imágenes de una belleza impresionante: la mano de Lara como único detalle iluminado entre la oscuridad, la vela colocada cerca de la ventana que poco a poco funde el hielo, el ramo de flores amarillas en primer término de las que caen pétalos, Yuri declarando su amor entre las sombras y con sus facciones apenas insinuadas por una suave luz natural, Lara leyendo los poemas a ella dedicados en un ambiente gélido caldeado por la luz que la ilumina, Yuri mirando por el pequeño ventanuco del apestoso tren y viendo la luna a lo alto en la noche, Yuri imaginando a su madre muerta dentro del ataúd en un mundo de silencio, luego la tumba azotada por la nieve y el viento, el pueblo arrasado por Strelnikov, el campo de flores de la casa en la que se refugia la familia, Yuri volviendo a Moscú con su mujer que le ve a lo lejos entre las barricadas, un anciano Yuri viendo a Lara caminar a través de la ventana del tranvía… Podría seguir con varios párrafos de imágenes extraordinarias, vestidas con la inigualable música de Maurice Jarre.
Conclusión
Cine comprendido como suma de belleza y de emoción. Cine que se sabe grandioso, cuando era un medio con el que millones de personas se conmovían juntos, sin prejuicios, dejándose llevar por un torrente de imágenes. Gran y conmovedor cine, en definitiva.
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