Una semana después de comentar ‘Killer Joe’ (William Friedkin, 2011), volvemos con la sección “críticas a la carta“ para hablar de uno de los trabajos más famosos y apasionantes de ese gran provocador nacido en Dinamarca llamado Lars von Trier.
Para unos un creador genial, para otros un charlatán pretencioso; lo cierto es que los estrenos de sus películas se han convertido en acontecimientos y suelen provocar opiniones y debates de toda clase. Desde luego ver ‘Dogville’ (2003) es toda una experiencia que no deja indiferente, es imposible verla encendiendo el piloto automático, del mismo modo que nos entretenemos viendo series o películas convencionales.
‘Dogville’ sacude al espectador desde el inicio, desde la presentación del pueblo que da título a la película, revelando un escenario extremadamente minimalista más propio de una obra de teatro. Apenas hay decorado ni atrezo, los límites de las casas están señalados con líneas blancas, sin paredes, y hay letreros en el suelo que aportan información sobre las viviendas, dónde se supone que hay un arbusto o un perro. Este inusual planteamiento de la puesta en escena —que irá acompañado del uso de la cámara en mano, con movimientos libres y a veces caóticos— parece tener el objetivo de distanciar al espectador de la ficción que se está representando —al estilo de Bertolt Brecht—, de hacerle consciente en todo momento de la artificialidad del relato, y obligar a un análisis del texto, a una reflexión sobre el comportamiento de los personajes (y su traslación al mundo real).
Esta opción estética encaja también con el carácter simbólico del lugar. Sin auténticos rasgos característicos, cabe interpretar que Dogville puede ser cualquier pueblo o cualquier zona con cierta independencia. De hecho, el espectador no recibe información sobre dónde ni cuándo sucede la acción, apoyando la tesis de que la narración no está anclada a un momento o un lugar. Dicho esto, es bien sabido que Von Trier planeaba realizar una trilogía llamada ‘Estados Unidos: Tierra de oportunidades’, de la que ‘Dogville’ sería el primer título —‘Manderlay’ (2005) el segundo y ‘Washington’ (¿?) el tercero—; del mismo modo, la comunidad encaja con la idea que nos ha dado el cine del típico pueblo de la América profunda, tenemos la imagen del gánster de las películas de los años 30 y, aún más claro, las fotografías que acompañan los créditos finales mientras suena ‘Young Americans’ de David Bowie.
No obstante, Von Trier dijo que nunca había puesto un pie en Estados Unidos y que, para él, el verdadero tema de la película era que el mal puede crecer en cualquier parte, si se dan las circunstancias adecuadas. Por lo que situar la historia en Norteamérica durante la Gran Depresión resulta lógico pero en realidad su tesis es que podría haberla situado en otro lugar y otro momento donde se hayan plantado las semillas necesarias —podría decirse que el testigo lo recogió Michael Haneke al filmar la sobrecogedora ‘La cinta blanca’ (‘Das weisse band’, 2009)—. De ahí la heterogeneidad de los habitantes de Dogville; hay niños, jóvenes, adultos y viejos, blancos y negros, discapacitados, un escritor, un médico, un camionero, una sirvienta, una maestra… Y todos van a actuar de forma similar. La cobardía, el egoísmo, la codicia, la hipocresía y la violencia se extenderán como un potente virus.
Otra peculiaridad del film es su apariencia de cuento. La agradable voz del narrador (John Hurt) presenta la historia, el lugar y los personajes como si se tratara de un relato infantil sobre gente trabajadora y honrada que en malos tiempos recibe un regalo prácticamente caído del cielo —hay elementos que se prestan a una lectura religiosa—. Aun así, desde el comienzo se adelanta que todo acabará en tragedia; a lo largo de nueve capítulos (y un prólogo) abandonaremos un ingenuo y optimista cuento a lo Frank Capra para adentrarnos en una terrible y devastadora parábola sobre la naturaleza humana. Grace (Nicole Kidman) es una misteriosa extraña en Dogville a la que buscan tanto la mafia como la policía. El pueblo, liderado por un joven escritor y filósofo (Paul Bettany), acepta ayudarla a cambio de que la mujer trabaje para ellos.
Así que Grace divide su jornada de forma que todos los vecinos reciban su ayuda y con el día a día parece que va ganándose la confianza de los aldeanos, pero es un pueblo de perros, de animales hambrientos que con el tiempo abandonarán sus máscaras para abusar de una fuente de bondad de la que obtienen todo tipo de satisfacciones —en un principio acceden a pagar los servicios de Grace pero luego optan por, simplemente, tomar lo que consideran que les pertenece—. A través del sufrimiento y la humillación de la heroína —un recurso habitual en el cine de Von Trier (que siempre obtiene lo mejor de sus repartos)—, el danés nos ofrece su visión del mundo, dando a entender que más que un código moral lo que guía a la gente es lo que el grupo concreto al que pertenece establece como bueno o malo. Y cualquier decisión que beneficie al conjunto puede maquillarse con palabras, lo importante es que suenen razonables. Que la culpa no quite el sueño.
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