Toca hablar de una película de mi admirado Terry Gilliam, un director con el que pude hablar en el Festival de San Sebastián y que cuando quiere es un cineasta de gran vuelo poético y surrealista (aunque también cuando quiere, no me convence con su búsqueda de un feísmo sobrecargado), en esta sección de Críticas a la Carta, y los lectores habéis elegido una de las más famosas que ha dirigido, la extraña y célebre ‘Brazil’ (íd, 1985), que en las conversaciones entre cinéfilos siempre surge como una de las películas británicas más recordadas de los ochenta y una muestra de género deslumbrante con no pocas influencias (en realidad, muchísimas) y que a su vez ha influenciado bastante en muchas otras. Pero en mi opinión, y ahora daré mis razones, ‘Brazil’, aunque posee evidentes virtudes, no es una muestra del genio de Gilliam como sí lo había sido ‘Los héroes del tiempo’ (‘Time Bandits’, 1981) y lo sería ‘Doce monos’ (‘Twelve Monkeys’, 1995). Es decir, que está lejos de ser mi Gilliam favorito, como sí parece serlo de muchos.
Pese a ello, sin duda ‘Brazil’ es un proyecto único y una de las medallas que Gilliam puede colgarse en su afán (consciente o no) por convertirse en un director maldito, en el que es habitual las producciones suicidas. ‘Brazil’, en parte, se alimenta de esa tendencia de los años ochenta que consistió en una mixtura desvergonzada de géneros, y en un pastiche que es un crisol de fuentes literarias, pictóricas, cinematográficas y arquitectónicas. Con el triunfo, para mí incontestable, de la sensacional ‘Los héroes del tiempo’, Gilliam parecía dispuesto a demostrar a todo el mundo hasta donde podía llegar en su desbordante imaginería. Y aunque eso lo logra con creces en la película, porque encontramos en ella algunas imágenes, algunas soluciones escenográficas e incluso algunas secuencias antológicas, hay muchos otros aspectos de su ficción y de su narrativa (porque el cine, por suerte o por desgracia es más, mucho más, que una escenografía o una imaginación desbordante) que no se sostienen y que incluso terminan convirtiendo su potencia evocadora en vacía retórica.
Pocos se han atrevido a mezclar, ya fuera en un mismo mundo personal, o bien confrontando dos mundos muy dispares entre sí, las leyes de la sci-fi con las de la fantasía. Esta película sin duda es del segundo tipo: su trama está enmarcada en un futuro distópico de clara raigambre retrofuturista, con multitud de detalles que nos proponen una sociedad en teoría más avanzada que la nuestra, pero que sirve a modo de espejo, de parábola, del mundo actual, y de las trabas y servidumbres de la burocracia salvaje, del control mental, y de una sociedad infeliz y decadente. A este mundo orwelliano Gilliam opone el mundo personal del protagonista Sam Lowry, que se fuga en cuanto puede de tanta miseria y prisión sin barrotes hacia zonas de su imaginación a las que nadie más puede acceder, y que son las únicas que le permiten respirar un poco las esencias del fantasma de la libertad. Cuando la vida de Sam de un vuelco al conocer, literalmente, a la mujer de sus sueños, poco a poco sueño y realidad, sci-fi y fantasía, empezarán a confundirse y a entremezclarse cada vez más, hasta que ya no sea posible diferenciar ambos, y nos veamos atrapados en una pesadilla de la que será imposible salir, con la imagen del mundo real (sea cual sea) diluida completamente.
Collage barroco
El principal problema que le encuentro a esta película, cuyo punto de partida realmente es estupendo, es que pretende abarcar demasiado. Algo que, por otra parte, le sucede a Gilliam en sus trabajos menos redondos. Siempre es mejor que sobren las ideas, aunque esto provoque una Torre de Babel a punto de derrumbarse, a que falten las ideas. Pero uno se pregunta a menudo dónde está Gilliam, simplemente, ante la avalancha de referencias intertextuales con la que nos arrolla. Se encuentra a Kafka, desde luego, y a su ‘El proceso’. También se encuentra al ya mencionado Orwell, a Huxley… y a Welles, a Eisenstein, a Fellini…y a media docena de ilustradores míticos de sci-fi y fantasía. Y no solamente eso, hay cruce genérico entre la comedia romántica, la comedia negra, el surrealismo, el cine negro, de aventuras, de sci-fi con mensaje social, de sci-fi con imaginería gótica, de suspense, de parodia… Sencillamente, es demasiado. Y con todo eso, y pese a que la narración va dando unos bandazos que ora son impredecibles ora son incoherentes, y a su falta de unidad estética y de concisión, ocurre el milagro de que ‘Brazil’ se sostiene. Precariamente, pero lo hace, lo que debe ser mérito del realizador, armado de no se sabe qué alquimia. Pero no es suficiente para considerar a ‘Brazil’ una gran película, sino una suma de ideas que pueden pasar de lo brillante a lo pedestre y hasta grotesco en cinco segundos.
Pero lo que más me molesta de este batiburrillo es su búsqueda de un feísmo vulgar con el que repugnar visualmente al espectador, y que le sitúa como un avanzado discípulo del Fellini más superficial. Todo esto redunda en una confusión en la trama y en un aburrimiento final que, estoy seguro, no eran el objetivo final de Gilliam. La interpretación del siempre estupendo Jonathan Pryce es esforzada, pero no conseguimos empatizar con su búsqueda, ni sentir excesiva compasión cuando todo se vuelve una pesadilla insoportable para él. Gilliam andaba más preocupado por crear unos decorados y un vestuario grandilocuente y excesivo (esa es la palabra que mejor define esta película, “exceso”...) que en preocuparse por su personaje y su actor protagonistas, bastantes perdidos en un magma que termina por resultar recalcitrante y hasta pesado. Vamos, que no veo la genialidad por ninguna parte, por mucho que esté dispuesto a admitir la desbordante imaginación de algunos elementos. En una película tan infravalorada como ’12 monos’, Gilliam se enamoraba de sus personajes hasta el punto que el destino del más episódico de todos ellos le importaba y nos importaba.
Para finalizar decir que se ha quedado bastante vieja, tanto en su diseño de producción (obra de Norman Garwood, quien por lo demás tampoco creo que haya llevado a cabo una carrera particularmente brillante) como en la técnica de dirección de fotografía del operador Roger Pratt, un artesano más que digno, pero que en algunos títulos de los ochenta se entregó, como en el caso que nos ocupa, a un tratamiento postmoderno de la imagen que nunca me ha convencido, consistente en el abuso de filtros, humos y caprichos de toda índole, que más que ayudar a creer en toda esa imaginería que Gilliam pretende levantar, lo que consigue es que sea aún más difícil creer en ella, entrar en su misterio. Queda opaco, impenetrable. Y quizá inexistente. Este cineasta, que en algunos aspectos es un realizador superdotado, necesita de una historia y unos pesonajes sólidos a partir de los cuales ramificar su excitante imaginación. En caso contrario asistimos a un espectáculo de fuegos de artificio bello o impactante en sí mismo, pero que se agota a los cinco minutos de verse.
Como ya sabrá el lector, a partir de este momento puede empezar a hacer sus peticiones para esta sección de Críticas a la Carta, con las que conseguir que hablemos de su película favorita, o de algún título que todavía no hayamos comentado ni esté pendiente en algún especial.
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