Desde hace una larga temporada —mucho más de lo deseable, para ser honestos—, utilizar términos como "prefabricado" o "formulaico" se ha convertido en una práctica común a la hora de hablar sobre cine; especialmente cuando nos referimos a esas superproducciones franquiciadas y gestadas en unos grandes estudios que calculan al milímetro hasta el último detalle de libretos y puestas en escena con el fin de minimizar riesgos estrictamente empresariales.
No obstante, existe una variante mucho menos obvia de este fenómeno, alejada de superhéroes, videojuegos y sagas interminables que, vayan ustedes a saber por qué, siempre termina encontrando su sitio en las grandes citas de las temporadas de premios. Esta no es otra que la de alude a esas dramedias con voluntad de feel good movie apuntaladas sobre unos cimientos artificiales —y artificiosos— volcados en encontrar el camino más corto hacia el corazón del respetable más predispuesto.
Este es el caso de 'CODA: Los sonidos del silencio'; un largometraje con un valor realmente extraordinario en cuanto a representación de la comunidad sorda se refiere, pero atrapado en una maraña narrativa y conceptual mucho más preocupada por hacer llorar y emocionar a toda costa que por dar forma a un relato veraz, orgánico y, lo que es más importante, con un cupo mínimo de sorpresas que rompan su decepcionante rutina.
Emociona como puedas
Con 'CODA' nos encontramos ante uno de esos casos en los que la nominación al Óscar a la mejor película parece caída del cielo, justificada más por cuestiones de fondo o trascendencia que por motivos estrictamente cinematográficos. Por supuesto, no voy a quitar mérito al hecho de que se haya convertido en la adquisición más cara de la historia del Festival de Sundance siendo un remake de la exitosa 'La familia Bélier'; pero este hito queda enterrado por la tremenda y apática previsibilidad que encierran sus fugaces 110 minutos de metraje.
A pesar de contar con un punto de partida, a priori, de lo más interesante, y que deambula entre los terrenos del coming of age y la historia de pez fuera del agua estancado en un mundo que le impide alcanzar sus metas, la directora y guionista Sian Heder logra dinamitar el interés de la premisa al minar su desarrollo con no pocos clichés, tópicos y lugares comunes que se aplican tanto a los conflictos como a las resoluciones de los mismos.
De este modo, la primera mitad de 'CODA' plantea un buen número de subtramas vistas una y mil veces en producciones homólogas. En ellas hay cabida para el drama social, el romance de instituto y para esas historias de superación personal que tanto agradan a la Academia y al público cuando son entregadas envueltas con un aura de blancura bienintencionada y con un sentido de la comedia aséptico —por mucho sexo y drogas que haya de por medio— y demasiado consciente de su naturaleza y pretensiones.
Es una vez superado su ecuador cuando el filme parece tomar cuerpo, ahondando en el drama de sus personajes, sobreponiéndose a su plana —pero funcional y efectiva— apuesta formal y llegando a moldear escenas que, probablemente, resultarán sobradamente emotivas a los espectadores con una mirada menos cínica que la mía. Pero, cuando parece que la magia comienza a obrarse, comienzan a apreciarse unos engranajes narrativos que evidencian su intención de meter el dedo en el ojo y arrancar lágrimas a toda costa; aunque eso signifique romper una atmósfera que, poco a poco, ha ido ganando en densidad.
Por suerte, un reparto espléndido, en el que deslumbran Emilia Jones y un Troy Kotsur a quien su sordera no le impide hacer gala de una vis cómica extraordinaria —y que nos brindan el mejor momento de toda la cinta en su transición al tercer acto—, inyectan una necesaria dosis de autenticidad a una función que, a pesar de jugar impecablemente sus cartas sonoras y lingüísticas y de poseer vaivenes de inspiración puntual, se percibe como si fuese de cartón piedra.
'CODA: Los sonidos del silencio' es lo que se conoce como un crowdpleaser de tomo y lomo. Una obra calculada para agradar, arrancar algún que otro llano, esbozar sonrisas y emocionar a quien decida entregarse a sus placeres. Pero, de ser vista con una mirada más incisiva y de romperse la barrera ilusoria que impide fijarse en primera instancia en las piezas que mueven su motor, la experiencia puede llegar a rozar lo exasperante.
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