Varias comedias, algún drama y un thriller poco reseñable componían la decena de producciones que Jonathan Demme había filmado antes de 'El silencio de los corderos' ('The Silence of the Lambs', 1991). Una decena de la que nada había que destacar y que, se mire como se mire, poco podía anticipar lo que el cineasta salido de la factoría Corman iba a lograr con la adaptación de la novela de Thomas Harris. Pero entonces llega ésta. La crítica se rinde a sus pies. El público la convierte en la cuarta película más taquillera de su año, multiplicando por diez en taquilla su exiguo presupuesto de 12 millones de dólares, sólo en Estados Unidos.
64 entrega de los Oscar. El filme compite en Mejor Película con sendas obras maestras; 'JFK' (id, Oliver Stone, 1991) y 'La bella y la bestia' ('The Beauty and the Beast', Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991). Demme se enfrenta a Stone, Levinson, Scott y Singleton mientras Jodie Foster hace lo propio con las féminas de 'Thelma & Louise' (id, Ridley Scott, 1991) y Anthony Hopkins, con sus ocho escenas, se enfrenta como Mejor Actor al De Niro de 'El cabo del miedo' ('Cape Fear', Martin Scorsese, 1991), al Nolte de 'El príncipe de las mareas' ('Prince of Tides', Barbra Streisand, 1991) y al Robin Williams de 'El rey pescador' ('The Fisher King', Terry Gilliam, 1991). Y arrasa.
'El silencio de los corderos' se convierte en el primer filme de horror —horror que acompaña al thriller, género que mejor caracteriza a la producción de Orion Pictures— en ganar la estatuilla correspondiente a Mejor Película, y tiene el honor de ser uno de las tres únicos títulos que a lo largo de la historia del cine ha conseguido transformar sus cinco nominaciones principales —película, director, actor, actriz y guión— en sendos galardones, acompañando en tal gesta a 'Sucedió una noche' ('It Happened One Night', Frank Capra, 1934) y a 'Alguien voló sobre el nido del cuco' ('One Flew Over the Cuckoo's Nest', Milos Forman, 1975). ¿Y qué es después de Demme?
Pues más o menos lo mismo que lo que el cineasta había desarrollado con anterioridad a este inesperado culmen de su trayectoria. El director se pierde, y se pierde a base de bien. Hay un cierto repunte de brillantez con su siguiente apuesta, aquella 'Philadelphia' (id, 1993) que le valía su primer Oscar a Tom Hanks, pero se queda lejos de lo logrado por la historia de Starling y Lecter. Y a partir de ahí, mucho documental y seis irregulares producciones en un lapso de veintidós años entre las que se incluye la 'Ricki' ('Ricki and the Flash', 2015) que llega hoy a las pantallas de los cines españoles y que motiva que nos dispongamos a diseccionar este THRILLER PERFECTO.
Actores para un guión...un guión para actores
Si ya la novela era todo un prodigio de narrativa y definición de personajes —sobre todo de ésto último— lo que Ted Tally consigue con la adaptación a guión cinematográfico es de genios, tanto por la precisión con la que traslada la idiosincrasia de las páginas originales de Harris como por cómo quedan dibujados la totalidad de los integrantes de la acción, ya sea con un par de brochazos en el caso de los muchos secundarios —todos fantásticos— que se pasean por la misma, ya con delicados y sublimes trazos cuando a quiénes hemos de referirnos son la brillante estudiante del FBI que es Clarice Starling y el monstruo elegante que es Hannibal Lecter.
La sutileza con la que es presentada la joven a la que da vida una Jodie Foster inconmensurable no tiene igual, ya no por esa escena inicial en la que la seguimos mientras entrena en los bosques de Quantico, sino por las dos que siguen justo a continuación: primero, mientras la vemos recorrer los pasillos de la academia del FBI y, de forma muy sutil, se va insistiendo el mensaje de "una mujer en un mundo de machos"; segundo, cuando llega al hospital mental en el que está recluido Hannibal, y tiene que vérselas en primera instancia con el coqueteo descarado del Dr. Chilton, la némesis de Lecter, y después con el asesino condenado a nueve cadenas perpetuas consecutivas.
La resolución que muestra Foster en este primer tramo, no dejándose achantar por la figura de poder que es el admirado Jack Crawford encarnado con suma convicción por Scott Glenn, resolviendo con artimañas femeninas el encuentro con el desagradable director de la institución al que insufla genial tridimensionalidad Anthony Heald y plantándose incólume ante la imponente figura que es el Lecter de Anthony Hopkins, contrasta sobremanera con cómo finalizan estos primeros veinte minutos de proyección, con Clarice derrumbada sobre su coche después de que el psiquiatra le haya hecho recordar su traumática infancia.
Tras ese primer encuentro, que la futura agente oblitera a base de disparar sobre él —la asombrosa y genial transición hacia la siguiente escena así lo indica de manera soberbia— tres más serán las ocasiones en las que el guión cruce los destinos de estudiante y "profesor" en sendas secuencias sobre las que Tally vierte su mejor hacer, coronándolas una tras otra como puntos álgidos del metraje gracias al quirúrgico talante con que se caracterizan unos diálogos perfectos: a la segunda y breve visita al hospital sigue el revelador careo del quid pro quo y, por supuesto, esos siete minutos en los que se da cierre maestro a la intensa relación entre tan opuestos personajes.
Y si Foster dota a su personaje de esa superlativa mezcla entre fragilidad y determinación de la que hablábamos antes —atención a cómo transita el rostro de la actriz desde su disposición firme cuando lleva la voz cantante en los diálogos con Lecter a cuando tiene que remover los recuerdos de su pasado— lo que hace Hopkins con uno de los cinco psicópatas más famosos de la historia del cine juega en otra división, máxime si consideramos que el intérprete cuenta con sólo ocho escenas que en otros casos no habrían justificado la nominación a Mejor Actor, pero que aquí son más que suficientes para hacerle sobrado acreedor de tal honor.
La extrema elegancia en el habla y en los ademanes del personaje que adopta el británico pone al público desde el primer momento en una brillante diatriba: sabemos que es un cruel asesino capaz de comerse al que le resulte una molestia —regándolo con un buen Chianti, por supuesto— y al rechazo inmediato de nuestro yo más consciente que ello comporta se une, aplastándolo en última instancia, la total y completa fascinación que supone la fría y calculadora presencia de una asombrosa creación interpretativa que tiene su cénit en los veinte minutos sobre los que se prolongan su último careo con Starling y posterior fuga.
'El silencio de los corderos', incómoda maestría
Dichos veinte minutos no sólo suponen el culmen de lo que Hopkins ofrece metido en la piel de Lecter sino que, al tiempo, detentan con orgullo alzarse como lo mejor de una labor, la de Demme, que es simplemente asombrosa desde el primer minuto de proyección hasta el plano estático que cierra los créditos finales para mayor desazón del respetable. En medio, ciento dieciocho minutos de metraje que son una constante lección en honestidad, elocuencia y efectividad cinematográfica, con soluciones por doquier que hablan de una maestría que, como decía antes, nunca más se ha visto en el cineasta.
Rasgo característico de toda la duración y arma fundamental para provocar esa incomodidad que siempre termina provocando 'El silencio de los corderos' es el modo en el que Demme rueda (casi) todas las secuencias de diálogos mediante primeros planos que no dejan opción al engaño, que descansan en el fantástico trabajo de los actores y que, en cierto modo, nos ponen en una tesitura defensiva cuando lo que tenemos delante es el rostro de Foster, Hopkins, Glenn, Heald o un asombroso Ted Levine —su Buffalo Bill es acojon...— hablando directamente a cámara y, por extensión, a los que nos sentamos al otro lado de la pantalla.
Unido a esa forma de filmar las conversaciones, Demme va sumando momentos a lo largo de la proyección que abundan en la percepción de estar ante algo singular. De entre ellos servidor destacaría el momento de la autopsia —de nuevo, atención a la hiperrealista expresión de Foster—; el tercer encuentro entre Clarice y Lecter, de una crudeza completamente desnuda de ornato y que, con ese asombroso juego de planos y contraplanos, culmina en aquél en el que los rostros de Foster y Hopkins se solapan sobre el cristal de la celda del segundo; o la precisión con la que se utilizan los dos flashbacks para adelantar lo que después será narrado de palabra por parte de la agente.
Todo ello va conformando el perfecto telón de fondo para el doble do de pecho que Demme aborda, primero en los citados veinte minutos que arrancan con la cuarta confrontación entre los personajes principales y, después, en ese clímax final en la mazmorra del otro asesino en serie de la cinta resuelto en términos que asaltan los miedos primigenios del espectador y hace que nos enfrentemos a ellos, de nuevo, a través de una puesta en escena de un nivel asombroso en toda la extensión del término.
La conversación con la que se inicia ese último encuentro entre Clarice y Lecter sirve como soberbio prólogo a la bellísima brutalidad con la que el Demme pone en imágenes la fuga del psiquiatra: puntualizada primero en lo musical con las variaciones Goldberg y después con las opresivas notas de la maravillosa partitura de Howard Shore, esa compleja alternancia entre repulsión y fascinación de la que hablaba más arriba al referirme al trabajo de Hopkins alcanza aquí el paroxismo cuando lo vemos, desde un plano medio continuo, machacar el cráneo de uno de los agentes de policía que le sirve de guardián de esa enorme celda improvisada en la que aguarda traslado. ESPECTACULAR.
Después de que se nos muestre la imaginativa forma en la que finalmente logra zafarse de su cautiverio, la cinta avanza decidida hacia ese final en la laberíntica mazmorra en la que habita Jame "Buffalo Bill" Gumb, un tétrico lugar lleno de rincones desde los que puede asaltarnos la pesadilla en el que Clarice, a ciegas, tendrá que acabar con el asesino que ha servido de hilo conductor a la trama. Y aquí, como épica coda a todo lo que hemos visto ya, Demme vuelve a dejar al público completamente indefenso a merced de lo poderoso de sus imágenes, haciéndonos partícipes directos del intenso pánico de Foster mientras intenta dar caza al monstruo en su hábitat.
Disparos. Muerte. Alivio. Condecoración. Sonrisas. Felicitaciones. Una llamada. Vuelta a la desazón. Lecter le desea a Clarice que los corderos hayan dejado de chillar. Nosotros sabemos, en el fondo, que nunca dejarán de hacerlo. Se cierra una de las mejores películas de los años noventa y uno de los más grandes thrillers de la historia del cine. Un filme que, huelga decirlo, está a años luz de su directa continuación y de esa correcta precuela filmada a mayor gloria del inabarcable Lecter y que, a sus veinticuatro años de edad, no muestra ni uno de los rasgos de cansancio que muchos otros productos coetáneos con él llevan acusando desde su nacimiento. Definición plena de OBRA MAESTRA.
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