Empecemos dejando algo muy claro sin paños calientes: hay más Superman en unos pocos minutos de 'El gigante de hierro' ('The Iron Giant', Brad Bird, 1999) que en los 165 135 de metraje que alcanza 'El hombre de acero' ('Man of Steel', Zack Snyder, 2013). ¿Que a qué viene sacar a colación la cinta de Snyder? Pues a que fue tal la indignación que su visionado provocó en el que esto suscribe que, para paliar el mosqueo, la misma noche del estreno de la cinta recurrí al contrastado bálsamo que estaba seguro iba a ser la maravillosa producción animada de Brad Bird, una película que en los quince años que hace que se estrenó ha demostrado una capacidad extraordinaria para envejecer sin que le pesen encima los lustros transcurridos, dejando claro al mismo tiempo que es una cinta por la que, y no creo equivocarme, es muy probable que nunca pase el tiempo.
Si con esta declaración de principios no les ha quedado claro mi postura para con el filme, allá va otra aseveración con ribetes categóricos: 'El gigante de hierro' es una de mis cinco películas de animación favoritas de todos los tiempos; una cinta que cada vez que la veo consigue emocionarme, hacerme reir y llevarme de la mano con irreducible intensidad a una época que por desgracia va quedando cada vez más lejos en la memoria, esa infancia en la que cualquier pequeño estímulo era suficiente para encender la chispa de nuestra imaginación y que tanto y tan bien queda reflejada en el personaje de Hogarth Hughes.
Hogarth es el niño que una vez todos —o casi todos— fuimos, un chaval siempre en busca de aventuras, ávido lector de cómics de superhéroes y con una imaginación desbordante que todo es capaz de asumir sin que nada parezca implausible. Tanto es así que cuando se encuentra con un gigante de metal una de las primeras cosas que afirma, lleno de una emoción sólo igualada por su candor e inocencia, es "Wow, ¡mi propio gigante de hierro! ¡Soy el chico más afortunado de America! ¡¡Este debe ser el descubrimiento más grande desde, no sé, la televisión o algo así!!".
Una emoción que, como siempre en el tipo de historias de amistad imposible y encuentro de dos mundos tan diferentes como los de un crío y un robot de 100 pies de altura, es puesta a prueba constantemente por la inserción en la existencia de Hogarth de la pieza de desequilibrio fundamental de la cinta, el agente del gobierno Kent Mansley, un personaje que derrocha carisma y cobardía a partes iguales y que será el desencadenante del emotivísimo final de la cinta; un final que, entre otras muchas cosas, queda perfectamente fijado en nuestra memoria por mano de la espléndida música de un Michael Kamen en estado de gracia que supo combinar el mickey mousing tradicional de las cintas de animación clásicas con su personal sello para dejarnos uno de sus mejores trabajos en los pentagramas.
Alrededor de tan singular terna de protagonistas, Bird y Tim McCanlies, el guionista del filme y artífice de ese encantador largometraje que fue 'El secreto de los McCann' ('Seconhand Lions', 2003) —genial aquí la variadísima música de Patrick Doyle, dicho sea de paso—, sitúan a los dos personajes que equilibran de alguna manera las polarizadas posiciones de tan inestable triángulo. De un lado la madre de Hogarth, una mujer soltera en un pequeño pueblo de la costa americana en los años 50 que sobrevive como puede y poco tiempo tiene para atender las imaginativas necesidades de su hijo de diez años. Del otro Dean McCoppin, el artista bohemio y cool propietario de un desguace al que Hogarth arrastrará en su loca aventura.
Definidos todos ellos con breves pero precisas pinceladas que trazan a la perfección los desviados arquetipos que son cada uno de los cinco personajes principales, incluido el gigante, Bird y McCanlies hacen transitar la adaptación de la novela original de Ted Hughes por senderos muy diferentes a aquellos por los que ésta discurría. De hecho, vale la pena detenerse aquí brevemente para dar una idea de lo que la cinta hubiera sido de haber decidido sus artífices seguir al pie de la letra la historia de la novela.
De arranque similar, el texto de Ted Hughes, un poeta británico casado con la escritora americana Sylvia Plath —Daniel Craig lo encarnó en 'Sylvia' (id, Christine Jeffs, 2003)—, difería notablemente tras el encuentro inicial entre Hogarth y el gigante por cuanto la fábula anti-belicista del literato introducía a un Dragón-Ángel-Murciélago-Espacial que llegaba a la Tierra exigiendo ser alimentado por los humanos. Ofreciéndose a ayudar, el gigante se enfrentará a la criatura que, al final, se revela como un espíritu estelar que provocado por la belicosa raza humana ha venido a nuestro planeta para cantar a sus habitantes provocando, en última instancia, la paz mundial.
Huelga decir a la luz de lo anteriormente descrito que las muchísimas decisiones que Bird y McCanlies tuvieron que tomar terminaron por convertir a 'El gigante de hierro' en una entidad única separada de la novela, un gesto que el propio Hughes alabó cuando, una vez leído el guión, se dirigió a la Warner en los siguientes términos:
Quiero decirles cuánto me ha gustado lo que Brad Bird ha hecho. Ha conseguido enhebrar algo único, con un sentido de lo siniestro que se acrecienta conforme se acerca un final que me ha parecido un glorioso momento de asombro. Ha concretado una terrible situación dramática en la manera en que ha desarrollado 'El gigante de hierro'. No puedo parar de pensar en él.
Tal libertad creativa fue posible por las circunstancias que rodearon a la producción del filme que, tras transitar por caminos que le hubieran llevado a convertirse en un musical de la mano de Pete Townshend —'The Who'— llegó a Brad Bird cuando éste tuvo que abandonar 'Ray Gunn', un atractivo proyecto de animación que mezclaba el noir con la ciencia-ficción y que, dirigido a un público algo más crecidito del target habitual del género animado, fue descartado por la Warner —aunque Bird haya dicho en muchas ocasiones que no descarta volver a él en un futuro—.
En un momento histórico en el que las cintas de "dibujitos" del estudio pasaban penurias en los cines, y aquí el fracaso de 'La espada mágica: en busca de Camelot' ('Quest for Camelot', Frederik Du Chau, 1998) tendría mucho que decir, los ejecutivos de la major dejaron de mostrar interés por el mundo animado, dejando hueco a Brad Bird para que hiciera lo que le viniera en gana, pero claro, como contrapartida, eso también supuso que la 'El gigante de hierro' no pudo contar con todo el apoyo de la maquinaria del estudio de cara a su enorme potencial de taquilla.
Habiendo recibido las mejores puntuaciones que se le habían otorgado a un filme de la Warner en quince años —les recuerdo, por si lo han olvidado, que estamos hablando de una cinta magistral del género animado en particular y del séptimo arte en general— y perfectamente estudiadas las estrategias de marketing y merchandising de la cinta, con multitud de juguetes ya preparados, la imposición de la productora por hacer que el filme se estrenara lo antes posible impidió que su impacto en taquilla fuera el deseado, recaudando sólo 23 de sus 48 millones de presupuesto.
De todas formas, insisto, poco importan las cifras cuando nos encontramos ante un filme de la talla de 'El gigante de hierro', una cinta que, como ya he dicho, emociona y conmueve con pasmosa facilidad, que sirve sutilmente como perfecta crítica al absurdo del miedo al poder atómico y a la amenaza roja que atenazaba a los americanos de la época, y que consigue que nos identifiquemos sin estridencias tanto con Hogarth y su sentido de la maravilla como con un gigante —bestial aquí el diseño de Joe Johnston— de genial expresividad y bellísimo alma que encontrará su lugar en el mundo gracias a la simple amistad y el honesto amor —a quién no se le salten un poquito las lágrimas con ese "te quiero" final es que está no tiene sangre en las venas— que le ofrece un niño. Lo dicho, una obra maestra.
Ver 18 comentarios