Habiendo nacido en 1975 y con la parte más importante de mi adolescencia vivida entre finales de los ochenta y principios de los noventa, 'El club de los cinco' ('The Breakfast Club', John Hughes, 1985) fue una de esas películas que vi "a toro pasado" algo más de un lustro después de que viera la luz en los cines. Centrado entonces en otras filias cinematográficas, la segunda cinta del desaparecido John Hughes me resultó simpática, algo que sus sub-siguientes visionados, a lo largo de los años, no hacían más que confirmar una y otra vez, añadiendo ciertos matices y asentando cada vez más el hecho de que este, como tantos otros filmes de la década, era uno de esos que poco o nada había sentido el paso del tiempo.
Ahora bien, poco podía imaginar que ahora, a mis treinta y ocho años, cuando creía que este relato de cinco adolescentes que tienen que permanecer un sábado castigados en su instituto ya no tenía nada más que decirme, precisamente ahora es cuando iba a descubrir de forma plena —o al menos eso me ha parecido, nada más lejos de mi intención que pecar de soberbio— la enorme grandeza de un filme tras el que se esconden universales lecturas acerca de una de las etapas más conflictivas en la vida de cualquier individuo, postulándose este "club del desayuno" como uno de los dos mejores títulos sobre dichos años que, junto a la maravillosa 'Las ventajas de ser un marginado' ('The Perks of Being a Wallflower', Stephen Chbosky, 2012), nos ha legado el séptimo arte.
Con una apuesta mucho más sencilla que la que ponía en juego Chbosky con el filme protagonizado por Logan Lerman y Emma Watson, el discurso planteado por John Hughes hace casi treinta años guarda no pocas similitudes con el que el escritor y cineasta nos sorprendía a principios del año pasado: con menos tintes existencialistas, una mayor apuesta por el humor que siempre caracterizó su cine y la "limitación" derivada de su premisa de partida —que todo se desarrolle en un día y en un único espacio—, lo que Hughes pone en juego en 'El club de los cinco' es, no obstante, de equivalente validez "pedagógica" a aquellas lecciones que pueden aprehenderse del discurrir de la cinta del primero.
Pocas dudas pueden caber pues al respecto de que en la base del relato hilado por Chbosky se encuentren inevitables referencias a un guión que, hilvanado con una naturalidad pasmosa, desarrollado a lo largo de unos precisos noventa y un minutos —de los ciento cincuenta iniciales de que constaba el primer montaje del director— y configurados sobre la única presencia de siete protagonistas, nos ofrecen un rosario tan completo de actitudes y problemáticas adolescentes que no creo errar en la afirmación al asertar que lo que aquí se pone en juego trasciende con facilidad las fronteras temporales de la década de los ochenta para anclarse con fuerza en la plena universalidad.
De entre las muchas virtudes que se podrían citar sobre la labor del Hughes guionista —que aquí, más que nunca, predomina sobre el Hughes director—, destaca sobre todas la forma de comenzar trabajando sobre esos cinco arquetipos —o siete, según si se quieren considerar, que se podría perfectamente, a los personajes del director y el bedel— que son el empollón, el deportista, la princesa, la "freak" y el inadaptado y terminar atomizándolos a todos para, completamente descarnados, descubrir que son muchas más las similitudes que los unen que las irreconciliables diferencias que parecen separarlos en los primeros minutos de metraje.
Vehiculizado este "estudio sobre la condición juvenil" a través de unos intercambios de diálogos que adquieren su dimensión más brutal cuando actúa ese magnífico catalizador que es el personaje interiorizado por Judd Nelson, son demasiados los momentos que cabría apuntar aquí como para resumirlos en unas pocas líneas, unos momentos de entre los que, eso sí, destacaría la secuencia en la que Bender —el citado personaje de Nelson— imita a la familia del empollón para después airear las truculentas realidades de su hogar y, por supuesto, aquella en la que los cinco terminan desnudando lo más profundo de sus almas, compartiendo con el público historias que hoy, treinta años después, no han perdido ni un ápice de "actualidad".
Y así, esta cinta que se rodó por un millón de dólares y recaudó algo más de cincuenta, cuya filmación precedió de forma inmediata a la de otro de esos "clásicos" de la década que es 'Todo en un día' ('Ferris Bueller's Day Off', John Hughes, 1986) —y sí, para los que os lo estéis preguntando, poco tardaré en recalar en tan inolvidable comedia— y que, con el transcurrir del tiempo ha sido considerada por muchas listas como "la quintaesencia de los años 80" pasa, por mor de este último visionado que he tenido la fortuna de hacer, a convertirse en uno de esos títulos que forman ya parte de mis películas favoritas de todos los tiempos. Ahí es nada.
Mi compañero Pablo coincidió, en un momento de su disertación sobre el filme, en calificarlo de magistral.
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