Va a llegar el momento en el que pierda la cuenta de las veces que me he llegado a quejar de ciertas odiosas modas que existen actualmente en Hollywood a la hora de abordar las escenas de acción. Las persecuciones sin fin, los tiroteos por doquier, las sobredosis de explosiones y la aparición casi por arte de magia de un helicóptero —o algo similar— sembrando el caos son recursos tan explotados que ya solamente resultan interesantes si están acompañados de un guión consistente, una puesta en escena con personalidad y/o un protagonista derrochando carisma. Lo ideal sería que tuviesen los tres, pero es casi un milagro que eso suceda.
Recurrir a ‘Jungla de Cristal’ (‘Die Hard’, John McTiernan, 1988) para establecer una referencia de lo que debería ser una buena película de acción se ha convertido ya en un tópico bastante repelente, pero no por ello deja de ser verdad. Son muchas las cintas que, de una forma u otra, nos traen a la memoria la primera aventura de John McClane durante su campaña promocional, pero luego bastante tenemos con conformarnos que no sean tan lamentables como ‘La jungla: Un buen día para morir’ (‘A Good Day to Die Hard’, John Moore, 2013). Esto último es lo que pasa con ‘Asalto al poder’ (‘White House Down’, Roland Emmerich, 2013).
Testosterona y mamarrachadas
Siempre diré que ‘Zodiac’ (id, 2007) es la película en la que David Fincher demuestra un mejor control de la puesta en escena, rozando la perfección en esa materia. Sin embargo, no es su mejor obra, y buena culpa de ello la tiene el libreto de James Vanderbilt, un guionista con mucho por demostrar aún, y ya puedo deciros que no es ‘Asalto al poder’ donde empiece a revelarse como un gran talento. De hecho, es por ahí por donde ‘Asalto al poder’ empieza a hundirse y caer de lleno en tal cantidad de estupideces y sinsentidos que es casi imposible llevar a la cuenta —seguro que ni los chicos detrás de los tráileres honestos consiguen mencionarlos todos cuando tengan la ocasión de hacerlo—.
Existe cierta tendencia en el cine americano a mostrarnos al presidente de los Estados Unidos como alguien afable, cercano y con una inquebrantable visión de la justicia. Todos sabemos que la realidad es muy distinta —¿hay alguien que no le quitaría al premio Nobel de la paz a Obama si pudiera hacerlo?—, pero esa querencia americana alcanza aquí nuevos niveles de estupidez, ya que Vanderbilt convierte a Jamie Foxx en un presidente que va repartiendo estopa y disparando bazucas, demostrando mucha más pericia que los dementes villanos, incluso aunque éstos tengan una ventaja clara y cuenten además con un adiestramiento específico.
Lo peor de todo es que el aura de invencibilidad del presidente —ni hablar quiero de lo timado que llegué a sentirme por parte de Vanderbilt hacia el final del relato— no deja de ser un detalle más en un libreto con personajes definidos rápido y de mala manera —especialmente vergonzoso en los casos de Jason Clarke y Maggie Gyllenhaal— o de forma tan irreal que uno ya ni sabe cómo reaccionar —la hija del héroe—, algo que se traslada a su forma de encarar la táctica del protagonista para ir mermando el numeroso frente enemigo. Todo está desarrollado de una forma tan conveniente —y en ocasiones forzado a más no poder— que llega un punto en el que se convierte en un completo disparate.
La espectacularidad según Emmerich
Roland Emmerich debe tener algún problema muy grave con el diseño de la Casa Blanca, ya que ya son dos veces las que pone patas arriba al hogar del presidente norteamericano —muy simpática la referencia a ‘Independence Day’ (‘id, 1996)—. Eso sí, se da la curiosidad de que la escena de acción en la que demuestra una mayor pericia es aquella en la que dicho edificio no es más que el telón de fondo de, eso sí, una disparatada persecución en los jardines de la Casa Blanca.
Es una pena que la sensación predominante durante los constantes momentos de acción sea la de rutina, ya que los primeros trabajos de Emmerich en Hollywood aún dejaban entrever a un director con algo que aportar, pero eso ha ido desapareciendo en los últimos años para dejar paso a una especie de funcionario aburrido de su trabajo en los espectáculos de gran presupuesto. La mera existencia de la infumable ‘Anonymous’ (id, 2011) ya dejaba claro que quería explorar otras posibilidades, pero su —merecido— fracaso le obligó a regresar al género y la verdad es que casi hubiera sido mejor que no lo hiciera.
He escuchado y leído multitud de críticas hacia ‘Objetivo: La Casa Blanca’ (‘Olympus Has Fallen’, 2013), pero la cinta de Antoine Fuqua nos regalaba una estupenda secuencia de acción —la toma del hogar del presidente por parte de los terroristas— y luego el buen hacer de su director hacía que visualmente la película luciera por encima de su presupuesto y que fuese suficientemente dinámica como para compensar un guión que también estaba repleto de agujeros.
Eso no sucede aquí —no esperéis rastro alguno de la genialidad de McTiernan, tanto para las propias escenas de acción como para delimitar los tiempos y la situación especial de los personajes—, pues los únicos momentos de auténtico entretenimiento que ofrece la película son sus apuntes cómicos —y no todos lo son intencionadamente—, ya que su reparto, repleto de rostros conocidos —y no pocos de ellos además habían demostrado tener talento en el pasado— tampoco consigue salvar el desastre provocado por Vanderbilt. Esto resulta especialmente sangrante en el caso del sosísimo Channing Tatum, cuya popularidad jamás conseguiré entender más allá de su buena presencia física y que deja claro que no tiene las aptitudes para un buen héroe de acción y mucho menos para ser un nuevo John McClane.
‘Asalto al poder’ es una película absurda, demasiado larga y, por encima de todo, mala. Se salva de caer de lleno en la mediocridad absoluta por tener cierto sentido del humor —habría mejorado mucho si esto se hubiese potenciado y exagerado aún más—, lo cual incluso llega transmitir la ilusoria sensación de ser entretenida. Y es que si el otro día os comentaba que ‘La gran familia española’ (Daniel Sánchez Arévalo, 2013) iba ganando con el paso del tiempo, ahora os digo que aquí sucede justo lo contrario.
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