Hace poco se ha estrenado entre nosotros, sin hacer demasiado ruido, ‘Point Break: Sin límites’ (‘Point Break’, Ericson Core, 2015), la enésima muestra de ejercicio nostálgico que, procedente de Hollywood, invade las pantallas de medio mundo. En este caso un remake de uno de los thrillers de acción más vibrantes y enérgicos jamás filmados hace ya dos décadas. ‘Le llaman Bodhi’ (‘Point Break’, 1991) supuso el primer gran éxito de su directora, Kathryn Bigelow, la única mujer que ha ganado un Oscar a la mejor dirección, cuando años después a la Academia le dio por reconocer su labor en la magistral ‘The Hurt Locker’ (2008). Un reconocimiento que sirve para recordar a algunas de las directoras más ejemplares del cine, siempre olvidadas o relegadas, en un arte que parece destinado a hombres.
Curiosamente lo que Bigelow ha demostrado a lo largo de su filmografía es conocer el mundo masculino, al menos el retratado en las películas de acción, mucho mejor que sus compañeros coetáneos. A la directora natural de San Carlos, California, le vino muy bien el material escrito por Rick King y W. Peter Iliff, al heredar el proyecto que iba destinado a ser dirigido por Ridley Scott e interpretado Matthew Broderick y James Garner, puesto que el tema recurrente en su obra, la adicción, está perfectamente plasmado en el film, a la par que logra hacer que toda la filosofía de andar por casa, con temas espirituales, dignos de libros de autoayuda para mentes débiles, sea de lo más convincente. La magia del cine que se le llama. El poder de convicción de una buena imagen.
Y buenas imágenes es lo que posee ‘Le llaman Bodhi’ —título realmente estúpido del mucho más atractivo ‘Point Break’, que sería como el punto de ruptura—, con ellas logra trascender un guión lleno de tópicos, aunque con muy buenos detalles —la versión final del mismo es obra de Bigelow, y el productor James Cameron, pareja de la directora por aquel entonces; no pudieron salir acreditados porque iba contra las normas de la WGA—. Keanu Reeves da vida a Johnny Utah, agente del FBI que se estrena con un caso importante, una serie de robos a bancos, realizados en cuestión de segundos y sin que los delincuentes dejen pistas, en apariencia. Pero su compañero asignado, Pappas (Gary Busey), tiene una loca teoría al respecto: los atracadores son surfistas.
De esta forma, Utah —un Reeves con su eterna cara de palo, pero que en este caso no importa, aun siendo lo peor de la cinta— se introduce en el mundo del surf, donde conoce al Bodhi del título español, una especie de líder místico, con conceptos muy claros sobre lo que es justicia y no. Una filosofía que le lleva a vivir la vida siempre en la cresta de la ola, tentando a la suerte, al mal llamado destino. El personaje encuentra en Patrick Swayze al intérprete perfecto, sobre todo físicamente, tanto por la excelente forma en la que se encontraba el actor por aquel entonces, como por ese pelo teñido de rubio, que le dota de cierta aureola de misterio. Su feeling con Reeves es perfecto. Los idóneos antagonistas tantas veces vistos en el cine.
Intensidad emocional
La película es toda una explosión de adrenalina, por cuanto el personaje de Reeves va entendiendo cada vez más y más al grupo de atracadores, sobre todo a Bodhi, en quien ve a alguien más allá de un delincuente al que tiene que detener. Esa inesperada clase de amistad incipiente va in crescendo, acorde con las secuencias de acción, cada vez más explosivas y frenéticas. Actos arriesgados a través de secuencias cada vez más osadas —atención al primer atraco y al último, cuando las cosas empiezan a torcerse—, con una culminación a través de una de las set pieces más deslumbrantes jamás vistas en el género. Me refiero, cómo no, a ese salto al vacío de Utah desde el avión, sin paracaídas, algo que sobre el papel suena ridículo, pero en imágenes es creíble.
Pero antes de llegar a ese impactante momento catártico, Bigelow une a los dos personajes desde el inicio, desde los títulos de crédito, con ese montaje en paralelo de un surfista, al que no llegamos a verle la cara, y Utah practicando tiro mientras llueve. Con el ralentí muy bien utilizado en ese momento —volverá a repetirlo en dos instantes cruciales, antes de una persecución a pie, y en el último atraco, con la cámara filmando a ras de suelo—, la directora logra trascender el pobre texto del film, creando un impacto emocional muy superior a mucho del cine de acción coetáneo, y ya no digamos actual.
Con poderosas imágenes de una belleza casi sobrecogedora, y el apoyo de la música de un Mark Isham enormemente inspirado, pocas veces el mar ha estado tan impecablemente filmado. Uno casi tiene la sensación de estar dentro del film, embriagado con todo ese misticismo tan bien reflejado; una aventura física que extiende su brazo hacia las ya comentadas secuencias de acción, en las que la labor de James Muro con la steadycam logra instantes tan emocionantes como la persecución a pie de Utah a Bodhi, tras un atraco, a través de laberínticos patios de casas, en los que la cámara jamás deja de moverse. Muro innovó ciertos aspectos con la cámara, para tener referencias de lo que filmaba mientras perseguía a los actores a gran velocidad.
El epílogo del film, que concluye con la misma lluvia que bañaba el entrenamiento de Johnny al inicio, se filmó seis meses después de concluir el rodaje. El film podría haber terminado tras el impresionante salto al vacío, con Utah recuperando a su chica —una efectiva Lory Petty—, y Bodhi diciéndole que se verán en la otra vida. Pero la frase de diálogo más recordable del film —“no hay nada de malo en morir haciendo lo que uno ama”— tiene su sentido en el épico final en el que Bigelow además se permite un homenaje a senda obras de Fred Zinnemann y Don Siegel. Un gesto que da a entender que justicia y ley no siempre son lo mismo. En ‘Le llaman Bodhi’ va quedando muy claro según avanza el relato, una ficción que emula sarcásticamente a la realidad cuando cuatro atracadores llevan los rostros de determinados presidentes estadounidenses.
Ver 22 comentarios