Hace poco nos dejaba el director japonés Seijun Suzuki, autor de lo más peculiar con exquisito sentido ético/estético que prácticamente se convirtió en un rebelde en la cinematografía nipona. Algunos de sus productores renegaron de él porque decían que sus películas eran incomprensibles. Razón no les falta. Suzuki gustaba de la incoherencia argumental, del montaje casi anárquico, aunque también contenía elementos muy reconocibles en cuanto a los géneros con los que contaba.
‘El vagabundo de Tokyo’ (‘Tôkyô nagaremono’, 1966) es una de sus películas más conocidas, al lado de la posterior ‘Marcado para matar’ (‘Koroshi no rakuin’, 1967), los dos thrillers más representativos de su autor. Tomando elementos del musical, del western, del Film Noir, de Sergio Leone, de cierto tipo de iluminación que podría recordar a Mario Bava, del cine de samurais tan de moda en aquellos años, Suzuki construía un mundo propio. Algo parecido a lo que hace hoy Quentin Tarantino, uno de los acérrimos fans de Suzuki.
El argumento de ‘El vagabundo de Tokyo’ se sigue sin problemas al menos en su primera mitad. Tetsu (Tetsuya Watari) es un asesino a sueldo que quiere vivir tranquilo alejado de un tipo de vida que no desea, siguiendo el ejemplo de su jefe, Kurata (Ryûji Kita), a quien Tesu admira y protege sobre todas las cosas. Cuando un villano, que parece salido de un spaghetti western —en pleno apogeo por aquel entonces—, apodado The Viper (La víbora), interpretado por Tamio Kawaji, el film se desmadra en todos los aspectos.
Escenas de tiroteos imposibles, en las que la suspensión de la credulidad es llevada hasta el último extremo, llenan el segundo tramo de la película. En él Suzuki da rienda suelta a todo su universo, lleno de héroes solitarios, amores imposibles y en el que la música tiene un protagonismo especial. Precisamente, en los momentos musicales —el personaje central silbando, acercando el musical al western— es cuando Suzuki se revela como un muy sensible director que conoce muy bien el término melancolía, quizá por su ajetreada vida personal.
Universo propio desmontando los conocidos
Precisamente ese tono melancólico tan marcado en ciertos instantes, digamos los puntos de inflexión narrativos, es de lo que mejor viste a ‘El vagabundo de Tokyo’, por otro lado una película que subvierte todas las características de los géneros de los que echa mano. Además, Suzuki recupera elementos del teatro kabuki, en el que la estilización parecía el principal dogma a seguir. Artificios en el color y los decorados con una clara intención estética, subrayando aquí el carácter de fábula que posee el cine en sí. Lo irreal subrayado.
Los productores odiaban este tipo de operaciones. Suzuki se convertía en uno de los rebeldes del cine de su país. ‘El vagabundo de Tokyo’ muta hacia la pieza de culto, tan admirada como repudiada. En una época en la que parece que se ha perdido el gusto por la estética/imagen en favor de lo literario, perderse en films como el que nos ocupa es todo un reto, incluso cuando han pasado 51 años desde su realización. Aún a día de hoy sigue retando al espectador, al que invita a fijarse mientras vapulea visualmente todos sus credos.
Excesiva en muchos instantes —los tiroteos—, íntima en otros —los momentos musicales del protagonista—; ilógica en los detalles —esas esposas que se abren con enorme facilidad—, provocativa hacia la percepción —esas elipsis tan libres—, y sobre todo revolucionaria en el sentido que no se aparta demasiado de lo que en otras cinematografías coetáneas se hacía. Francia e Italia, a la cabeza, también dinamitaban resortes clásicos. Suzuki hace lo mismo con su cine patrio y no hay que pensar mucho para encontrar un paralelismo entre Tetsu y el propio Suzuki.
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