No fue hace mucho cuando esperábamos ansiosos un estreno de Michael Mann, uno de los mejores directores estadounidenses de la actualidad aunque ahora se haga de rogar bastante —su última película data del 2009, y la próxima, ‘Cyber’, es para el año que viene—. La década de los 90 fue la mejor de un director que, como muchos, empezó en televisión, medio en el que consiguió bastante prestigio al ser el productor y principal impulsor de la serie ‘Corrupción en Miami’ (‘Miami Vice’, 1984-1990), y en el que realizó ‘Corrupción en Los Ángeles’ (‘L.A. Takedown’, 1989), que luego reharía para la pantalla grande con su monumental ‘Heat’ (id, 1995), obra maestra del thriller que colocaría a Mann en una posición de prestigio envidiable.
Cuatro años después y repitiendo con Al Pacino en la mejor etapa de su carrera, Mann regresó con la que considero es su mejor película, ‘El dilema’ (‘The Insider’, 1999), que adapta un artículo periodístico que a su vez recoge el drástico hecho de un hombre enfrentado a una poderosa empresa de tabaco afectada por desvelarse ciertos secretos que atañen a la salud pública. Un caso real que Mann, al lado de Eric Roth, dramatiza convenientemente para el cine permitiéndose ciertas licencias en pos de una obra absolutamente redonda y en la que sobresale un Russell Crowe —sustituyendo al inicialmente previsto Val Kilmer— inolvidable en el que muy probablemente sea el mejor papel de su carrera. Nominada a siete Oscars en su momento no recibió ni uno, pero el paso del tiempo no hace más que mejorarla.
‘El dilema’ es el culmen del estilo de Mann, obsesionado por los formulismos más vacuos en films precedentes no exentos de ideas muy interesantes que luego se ahogaban en un esteticismo que era insuficiente, tal es el caso de ‘El torreón’ (‘The Kept’ 1983), por ejemplo. La presente nos ofrece de nuevo una de esas historias de un hombre, normal y corriente, enfrentado a una poderosa empresa que le hará la vida imposible si viola su contrato de confidencialidad, y que para su lucha contará con el apoyo del productor de uno de los programas de televisión de mayor audiencia del país, en el que le invitará a relevar toda la verdad que descubrió cuando trabajaba para la tabacalera. No es la historia del típico héroe que lucha contra las adversidades de una sociedad y un sistema podridos, de hecho el personaje central no es ningún ejemplo a seguir. Problemático con su carácter y aficionado a la bebida, posee incluso un pasado feroz en el que abandonó a su primera mujer cuando ésta cayó enferma.
Con la cámara siempre pegada a sus personajes, sobre todo al cogote cuando decide enfocarlos desde atrás, una fotografía obra de Dante Spinoti en su mejor colaboración con Mann —y dicho sea de paso, sin duda el mejor trabajo de fotografía de su carrera, marcando una conexión, obra del Mann, of course, con la psique de los personajes y su estado de ánimo—, y una música más que acertada de Lisa Gerrard y Pieter Bourke, Mann se centra sobre todo en la relación entre los dos personajes centrales, un hombre que debe ponerse a trabajar como profesor —un trabajo muy por debajo de sus posibilidades, pero que le acerca a la humildad más llana—, y un productor televisivo que ve cómo su palabra, que es ley allá a donde va, se rompe por intereses económicos. Dos historia en una, la de Wingad (Crowe), que se queda literalmente solo ante el peligro, ante la vida —impagable secuencia en el hotel, en la que todo alrededor de Crowe se distorsiona para dar paso a una visión de sus dos hijas, despidiéndose. El personaje perdiendo lo más importante que ha creado—.
Y apenas carga las tintas en dicha historia apartándose de los tópicos, aunque evidentemente algún lugar común hay ya que la originalidad se perdió hace tiempo por causas más que evidentes. Ante esa cámara que se acerca con brutal precisión a sus protagonistas se mueve un Russell Crowe, que convenientemente engordado y maquillado para parecer mayor, da todo un recital, en su mirada podemos apreciar la impotencia de aquel que conociendo una terrible verdad no sólo no puede hacer nada para combatirla, sino que puede perderlo absolutamente todo, y también vemos en un prodigio de contención, esa gran satisfacción cuando la entrevista es emitida, una satisfacción que significa la prueba de haber hecho lo correcto, el verdadero sabor de boca y verdadero triunfo de su batalla, y algo sobre lo que navega toda la película con varios personajes dudando en tomar una dirección u otra.
Con Bergman —pletórico Al Pacino, muy lejos del histrionismo que le solía caracterizar en muchas de sus películas— Mann se permite el lujo de cuestionar y rendir tributo al mismo tiempo al llamado cuarto poder, el de la prensa —imagino esta película hecha hoy día, y las redes sociales no habrían estado libres de una más que salvaje crítica, al fin y al cabo, el film versa sobre periodismo de verdad, no sobre impostores—, y ya de paso rememorar, salvando las distancias ‘El cuarto poder’ (‘Deadline – USA’, Richard Brooks, 1952), apasionante film sobre la profesión y los problemas a la hora de publicar ciertas cosas, temas que desde entonces hasta ahora, pasando por el trabajo de Mann, siguen de rabiosa actualidad.
Uno de los logros más grandes del film es crear una tensión única alrededor del personaje de Wingad —atención a la secuencia nocturna en el campo de golf—, continuamente en peligro, y sobre el que las amenazas de muerte van tomando forma poco a poco en peligro latente a veces invisible —es realmente soberbio ver a Michael Gambon dar vida a una especie de villano imposible de detectar, rostro de la tabacalera que se ha rica matando a millones de personas poco a poco, como el consumir de un cigarrillo, de la misma forma que se consumen los títulos de crédito iniciales—, también el enfrentar dos modos de vida totalmente diferentes, el de Wingad y Bergman, que se hacen amigos en medio de la tormenta personal del primero. Una amistad bien palpable en las reacciones de Bergman ante su jefe, y unidos por Mann en secuencias como la de la conversación telefónica que lleva a Bergman a meterse en el mar buscando cobertura. Quizá una metáfora algo evidente, para conseguir cosas hay que mojarse de verdad, pero introducida de forma casi inapreciable en el relato.
‘El dilema’, a pesar de que está basada en hechos reales, no ofrece concesiones con facilidad. Su final, el que todos con un mínimo de cerebro esperan, no está servido con un sentido de la épica o glorificación de la decisión de emitir una entrevista que pondrá en jaque a una tabacalera, sino que, como el resto del film, se basa en pequeños detalles, y en este caso son los rostros de muchos de los implicados, directa o indirectamente. Una batalla ganada dentro de una guerra imposible de ganar y que condena a sus dos protagonistas al olvido entre otras cosas. El profesor seguirá impartiendo clases dentro de su aburrida existencia, solo, y el productor dejará el trabajo porque la palabra que da a sus fuentes es lo más importante que existe en el mismo. Dos palabras —verdades— cuestionadas por un mundo cruel, imparable y mentiroso, retratado por un Mann fiero y decidido, seguro de sí mismo.
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