Andrei Tarkovski: 'El espejo'

Andrei Tarkovski: 'El espejo'
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Ya en los años sesenta, Tarkovski tenía en mente la realización de un filme parcialmente autobiográfico, y trabajó durante un tiempo en un borrador que llevaba por título, entre otros muchos, ‘Un día blanco, blanquísimo’, sacado de un poema del padre de Andrei, Arseni Tarkovski. Pero los sucesivos borradores del guión fueron todos rechazados por el comité de cineastas (el infame Goskino), ya que, según ellos, se trataba de una historia ilícitamente elitista, o que era demasiado compleja y de naturaleza poco convencional. Terminado ‘Andrei Rublev’ (‘Andrey Rublyov’, 1966), en lugar de dirigir ese guión, se vio forzado a realizar ‘Solaris’ (‘Solyaris’, 1972). Sólo cuando el Goskino cambió de presidencia, Tarkovski vio aprobado el guión que había coescrito junto a Aleksandr Misharin (impagables la entrevista a Misharin sobre la redacción de ese guión, disponible en el DVD), y la producción, una producción bastante modesta todo hay que decirlo, pudo comenzar.

Es común leer en las apreciaciones o textos acerca de esta obra maestra, que ‘El espejo’ (‘Zerkalo’, 1975) es la película más personal de tarkovski, la más arriesgada, la más sincera y la más sentida. Y razón no les falta a todos los analistas que así la describieron. Los que menos la entendieron, fueron, paradójicamente, sus colegas cineastas rusos, que le atacaron sin piedad desde el Goskino, y para los que lo peor de todo era que, según propia confesión de Misharin y Tarkovski, no tenían idea de la forma final del proyecto, pues querían descubrirlo en el proceso de filmación. Es este un concepto esencial en un relato de la singularidad de ‘El espejo’, ya que gran parte de su poder hipnótico, por no decir de sus logros estéticos, son fruto de una confianza extrema en el cine como medio para que la propia vida, tal cual, surja en la pantalla en toda su pureza, sin complejos y sin prejuicios, y se convierta en el tejido primordial del que se nutren las imágenes del Tarkovski más inmediato, un experto prestidigitador del medio audiovisual como confesión definitiva.

La idea inicial de Tarkovski, cansado ya del cine como mero ilustrador de estructuras novelísticas, con la puesta en escena teatral como hoja de ruta para la mayoría de directores, era la de hablar de lo que le toca más cerca: de él mismo. Y hacerlo sin mostrar jamás al protagonista (él mismo, o un alter ego de sí mismo), “limitándose” a describir sus recuerdos y sus sueños. Si hoy día es una forma dramática audaz e impredecible de hacer una película, es fácil imaginar cuánto lo sería en 1975. El operador Vadim Yusov, que hasta entonces había fotografiado todas las películas de Tarkovski, se negó a hacer esta cuando leyó el guión, porque lo consideró “demasiado personal”. Tarkovski no se desanimó. De hecho, le pareció correcto que su antiguo colaborador tomase decisiones en base a sus principios, aunque fueran distintos a los suyos. Llamó a Georgi Rerberg, que llevó a cabo un trabajo formidable, no sin muchas discusiones y peleas acerca, casi, de cada secuencia. A las decisiones incontrovertibles (el campo de alforfón, el incendio, las tomas largas), se unió la necesidad de la búsqueda de improvisación y de cambios drásticos de última hora.

El alma de Tarkovski

La película está compuesta de dos docenas largas de episodios que, aparentemente, carecen de vinculación entre sí. Ya solamente este hecho puede disuadir a muchos valientes de atreverse con ‘El espejo’. Por otra parte, el director no tiene el menor miedo en alternar el color con el blanco y negro, con el sepia, además de intercalar material documental, poemas de su padre leídos por él mismo (el bello ‘Primeros Encuentros’), música de Bach (cómo no…), Pergolesi o Henry Purcell, el idioma ruso con el español, en un intrincado puzzle emocional que el espectador ha de ir desentrañando por sí mismo. Pero no al estilo de algunas ficciones que juegan al gato y al ratón (casi siempre con las cartas marcadas) con el público. Más bien asumiendo que el público, de cualquier parte del mundo, se identificará anímicamente con los recuerdos de Tarkovski. El cineasta esperaba que, por percepción intuitiva, su público asociase los acontecimientos de una manera totalmente personal, sin el menor resquicio de duda. Cuando muchos compatriotas suyos se quejaron de incomprensión, otros afirmaban asombrados que el artista hablaba, no sabían como, de su propia vida. Es el poder de la poesía.

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La colección de recuerdos de Tarkovski abarca momentos con su madre, en la casa de su niñez, recuerdos de conversaciones dolorosas, relatos a los que no asistió como los problemas laborales de su madre, el regreso de su padre de la II Guerra Mundial, sueños, remembranzas distorsionadas… Estamos ante un cine que convierte en comerciales a propuestas anti-comerciales, y en cine convencional a muchas películas arriesgadas y que tratan de alejarse de los cánones establecidos. La enorme complejidad estructural del filme, su vocación anti-narrativa, en favor de unas imágenes despojadas de cualquier atisbo de fingimiento o dramatización superficial, las formaliza Tarkovski con una sencillez casi ascética, atento nada más que a sus propios sentimientos, sin interesarle lo más mínimo divertir o engatusar a los que accedan a ella, pues es un homenaje apasionado a su familia y a su hogar, y ahí no caben onanismos de salón, sólo una dolorosa e inasible verdad. Todo comienza con un tartamudo a quien le curan de su afección, y concluye con un enigmático viaje por el bosque.

Y, mientras, asistimos a algunas de las imágenes más bellas, de puro deleite espiritual, que podemos obtener en una pantalla:

1. El encuentro entre la madre y el médico, que se zanja con una despedida sin palabras, y con el enorme campo de alforfón batiéndose por el viento.

2. Los niños siendo llamados por la madre, al incendiarse el granero. La botella se cae por inercia mucho después de que los niños hayan abandonado la habitación, y en un complejísimo movimiento de cámara accedemos a su punto de vista.

3. El niño (el propio Andrei, en su infancia) mirándose en el espejo y, da la sensación, tomando conciencia de sí mismo por primera vez en su vida, para crear una imagen irreal en su mente de un amor de infancia: la niña del labio cortado.

4. El pequeño buscando a su madre entre vientos salvajes que mueven los árboles, y una puerta abriéndose para descubrir a la madre en cuclillas observándole, mitad sueño/mitad recuerdo.

5. El regreso del padre, tomado desde varios puntos de vista, con una puesta en escena absolutamente audaz, que concluye con el detalle del cuadro Ginevra de’Benci, de Leonardo DaVinci, que se funde con la imagen de Terekhova, quien interpreta a la amante y a la madre de joven.

6. La lectura del poema ‘Primeros encuentros’, climax insuperable del relato, en el que lo onírico, lo nostálgico y lo metafísico se entrelazan sin cesar.

Media docena de instantes, entre muchos más, de un trenzado que es un poema dentro del cual no caben lugares comunes del cine, ni facilidades de ninguna clase. ‘El espejo’ exige al espectador una despiadada lucha consigo mismo, pues es capaz de hacer estallar las imágenes en mil pedazos, o más exactamente, de levantarlas por encima del suelo, y de levantar al espectador con ellas. A poco que uno se deje llevar por la sencillez (que no simplicidad) de una nueva forma de mirar, no se sabe qué extraña invocación psíquica te arrastra por los vericuetos, como si Tarkovski te llevara de la mano, encantado con enseñarte las zonas más tenebrosas, fangosas, pero también luminosas, de su alma.

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De entre los actores, la que tiene más peso es, por supuesto, la gran Margarita Terekhova, que interpreta tanto a la madre de Andrei de joven como a Natalya, y su presencia es un verdadero regalo para los sentidos. Al contrario que Donatas Banionis en ‘Solaris’, la Terekhova (como la llamaba Andrei) es perfecta para el estilo inmediato y falto de prejuicios de Tarkovski. En manos del cineasta, se convierte en una criatura multiforme, que lo mismo produce compasión que repulsión, que es entrañable o inquietante, sensual o pavorosa. Es la forma de decir de Andrei de que no conocemos el rostro de nuestra madre, verdaderamente. Guapa, elegante, y muy intensa, es la presencia femenina más importante en la filmografía de Tarkovski hasta la fecha. A su lado, vemos a Anatoli Solonitsin (quien ya interpretara a Andrei Rublev, y tuviera un importante rol en ‘Solaris’, y que también tendrá una aportación crucial en ‘Stalker’) en la secuencia de apertura, y otros rostros habituales de Tarkovski como Yuriy Nazarov o Nikolai Grinko.

Aunque en muchos sentidos, ‘El espejo’ significa una nueva etapa en la obra tarkovskiana, es importante volver a remarcar la aportación de Eduard Artemiev, que participaría en las tres películas del director de los setenta. Dijo Tarkovski sobre el sonido de la película: “Yo paso mi tiempo libre en el campo, en un lugar llamado Myasnoye, donde estoy la mar de bien. Amo la naturaleza, no la vida de las grandes urbes; por eso me siento plenamente feliz allí, lejos de la parafernalia de la civilización moderna. Mi dacha en la campaña, a trescientos kilómetros de Moscú, me sabe a gloria. Pues bien, allí, el ruido del viento, del fuego, del agua está presente por doquier. Quien no haya prestado atención a esos ruidos se pierde una maravilla. Yo estaba decidido a emplearlos en ‘El espejo’. Tanto la atmósfera de la casa familiar como el mundo infantil y el entorno natural de muchas secuencias daban pie a la composición de sonidos y registros de ruidos de la naturaleza.” Mejor no se puede explicar. Para Tarkovski, la música no era necesaria, pues el mundo ya sonaba demasiado bien. El mundo natural, claro. En ‘El espejo’, el universo sonoro creado es de lo más ricos y elaborados que se recuerdan.

Los desasogantes sonidos electrónicos de Artemiev no son en ningún modo obvios o reiterativos, y casi siempre se sitúan por debajo del sonido ambiente. Pero ello no impide que su existencia provoque una reacción emocional muy sutil en el espectador. Así mismo, la libertad compositiva en la imagen de Andrei es mayor que nunca, y la concordancia de estos dos genios consiguen algo muy especial y difícil de definir en muchas de las secuencias-episodios de esta extraña y bella película, que para muchos empezaba a dar la verdadera medida del talento del cineasta ruso. Aunque el resultado final puede hacerlo difícil de creer, no sabían cómo estructurar la película. Cada uno de los episodios había sido diseñado por separado, con la confianza de que, después, surgiera la forma de unirlos. Pero durante mucho tiempo parecía imposible: el conjunto no se sostenía. Un día, por fin, encontraron la forma, y todo pareció trenzarse por sí solo. Una osada manera de construir un relato íntimo, que sin embargo se saldó con un éxito rotundo.

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Impacto y legado

Del mismo modo que el Goskino y las autoridades rusas habían aceptado primero el guión de ‘Andrei Rublev’, y habían entregado el dinero para hacerlo, para luego echar pestes de ella, ‘El espejo’ fue repudiada incluso por su nuevo presidente, después de haber aceptado por fin el guión. A las airadas protestas de cierto sector de espectadores, ruedas de prensa en las que se atacaba de la manera más mezquina y cobarde al director, y ataques de los colegas, se sumó la prohibición del gobierno de que el filme fuera estrenado en Cannes con todos los honores, por mucho que su director, Maurice Bessy, que tanto admiraba al cineasta, intentase lo indecible para exhibirla (como amenazar con no seleccionar ninguna película soviética más). La película fue estrenada con muy pocas copias, para desesperación de Tarkovski, que se encontraba cada vez más incomprendido y más incapaz de llevar a cabo el cine que él creía el único importante. Siendo ‘El espejo’ una celebración de cierta sensibilidad rusa, un homenaje a una cultura y a una forma de ser muy determinadas, muy rusas, no es de extrañar tanto la violenta acogida de los estamentos soviéticos, como la entrañable respuesta de muchos aficionados al cine, compatriotas de Andrei, que ante su anuncio de retirarse del oficio de hacer películas, le escribieron cientos de cartas de ánimo.

Hoy día, la imagen de la madre suspendida sobre la cama, o corriendo por los pasillos de la imprenta a cámara lenta, son tan sinónimo del arte ruso, como los iconos de Andrei Rublev. Su supuesto cripticismo se hace pedazos cuando uno accede sin complejos y sin falsas ideas a sus imágenes y a sus sonidos.

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