‘El salario del miedo’ (‘Le salaire de la peur’, 1953) es la película más conocida de Henri-Georges Clouzot junto con ‘Las diabólicas’ (‘Les diaboliques’, 1955) —para el que suscribe, aunque estimable, bastante inferior a la que hoy nos ocupa—, realizador francés del que en estas páginas hemos hablado sorprendentemente una sola vez. Resulta curioso que siendo Clouzot un gran olvidado, dos de sus películas tengan una gran aceptación popular, ambas en la famosa lista de la IMDb, y también suelen incluirse entre lo mejor del cine francés de los años 50 —una época realmente prodigiosa—, y que fuese la más pedida por vosotros en esta sección ha supuesto, para mí al menos, una gran alegría. Está claro que si vosotros no la hubierais pedido, podría haber tenido cabida en la sección “Añorando estrenos” o en un posible “Verdadero Gran Cine de Aventuras”.
En la primera porque no hay en la actualidad un estreno que contenga casi dos horas y media de gran cine como esta película lo tiene; y en el segundo porque entre otras muchas cosas, ‘El salario del miedo’ es una gran aventura, una en la que a través de la emoción se nos habla del espíritu humano, de su fortaleza, de lo que se es capaz de hacer por salir de la mediocridad, o por la dignidad que significa el seguir respirando, seguir viviendo —la mayor aventura de todas— en un mundo lleno de pobreza, de crueldad, de desesperanza. Clouzot alcanzó esa perfección con la que sueñan tantos cineastas, y el resultado fue una obra de arte, la primera película que ganó los dos premios gordos de dos de los más prestigiosos festivales del mundo, Cannes y Berlín. 58 años después de su estreno, no ha perdido ni un sólo ápice. Al contrario.
‘El salario del miedo’ nos lleva, con un inicio que años más tarde repetiría Sam Peckinpah en ‘Grupo salvaje’ (‘The Wild Bunch’, 1969) —unos niños torturando a unos bichos—, a un pueblo fronterizo en el que la vida es poco menos que miserable. La pobreza lo inunda todo, y unos personajes que llegaremos a conocer a fondo se las ingenian para sobrevivir día a día. Este tramo ocupa aproximadamente unos 50 minutos de metraje, y Clouzot utiliza la cámara para acercarse a lo tristes y míseras que pueden ser las vidas de las personas. De una aterradora descripción, el realizador se toma su tiempo en hablarnos de unos personajes de lo más variopinto, la mayoría de ellos hombres. En dicho retrato no existen ni el blanco ni el negro, sino una sugerente gama de grises que visten cada una de las personalidades que pululan por ese pueblo, perdido de la mano de Dios. Aunque dicho tramo es una presentación, y el meollo de la película viene en su segundo tramo, es una parte prodigiosa que revela a Clouzot como un perfecto creador de atmósferas —la suciedad que impregna las vidas de los personajes prácticamente puede palparse—, y sobre todo como un gran narrador.
Así pues conoceremos de primera mano a Mario (Yves Montand), que siempre sueña con regresar a París, y su extraña relación con un recién llegado, Jo —Charles Vanel en un papel que fue pensado para el gran Jean Gabin, pero que rechazó alegando que no quería dar vida a un cobarde—, un mafioso que se ha quedado sin blanca y busca hacer dinero rápido. También están Luigi (Folco Lulli), un buenazo de corazón, de los pocos que tienen un trabajo, pero al cual una enfermedad en los pulmones no le depara un gran futuro; y Bimba (Peter Van Eyck), alguien que aprendió de su padre el estar perfectamente aseado, para tener buena presencia en caso de que la muerte decida visitarle. Cuatro personaje unidos por una peligrosa misión: transportar una gran cantidad de bidones de nitroglicerina hasta unos pozos petrolíferos para hacerla estallar. Dos camiones, cuatro hombres. Un camino lleno de peligros, debido al mal estado de la carretera, pero del que si salen victorioso recibirán la astronómica cifra de 2.000 dólares cada uno. El azaroso viaje llena el segundo tramo del film, donde Clouzot va más allá, creando una aventura llena de suspense.
La fotografía de Armand Thirard, habitual colaborador del realizador, alcanza su máxima expresión en este segundo tramo, radicalmente distinto al primero, y sin embargo también muy descriptivo. Si en la primera parte, la película alcanza cotas de relato costumbrista en el que se nos dibuja una forma de vida, en el segundo tramo Clouzot combina con envidiable destreza aventura y suspense, poniendo en vilo al espectador ante cada uno de los obstáculos que los personajes se encontrarán en su infernal camino. Con un ritmo muy acertado —la película no cansa a pesar de su larga duración— y un montaje que envidiaría el mismísimo Hitchcock, Clouzot construye varias set pieces, donde el más difícil todavía fluye con absorbente convicción. Es imposible no sentir inquietud y nerviosismo en instantes tan poderosos como los de la carretera de amianto —el casi choque entre los dos camiones lleva al límite al espectador—, la voladura de una gran roca en el camino, el sorteo de un barranco maniobrando encima de suelo de madera podrido, o el impresionante paso por una charca llena de petróleo. Instantes llenos de una gran tensión y en los que se marca con fuerza la naturaleza del ser humano.
Entre los resortes que utiliza Clouzot para narrar su historia llama la atención el fuera de campo, utilizado en ambos tramos de forma muy distinta, y con sorprendentes resultados. Uno es aquél en el que Jo, que en principio no es elegido para conducir uno de los camiones, hace acto de presencia a la hora de salida con la esperanza de que el elegido no aparezca. Curiosamente se preguntan dónde está y el último que le vio fue precisamente Jo. Con el gesto que éste hace y tras describirle como alguien que no es de fiar, el espectador enseguida sabe que Jo ha tenido algo que ver con dicha desaparición. Otro se produce en un inesperado momento en el que Jo se lía un cigarro a bordo de uno de los dos camiones, y un misterioso viento le lleva el tabaco, cambio de plano a una explosión en el horizonte, y enseguida sabemos qué destino ha tenido el primer camión. La crueldad reside todo el relato, y la visión esperanzadora, aquella puesta en una vida mejor, está representada finalmente por un vals que anima a levantarse a celebrar la vida misma, un don que algunos desgraciados tienen que ganarse.
Pero si años después Stanley Kubrick utilizaba el mismo vals para hablar del triunfo del ser humano a través de los avances tecnológicos, haciendo bailar literalmente a dos naves en el infinito espacio sideral, en ‘El salario del miedo’ Mario hace bailar su camión antes de llegar al provechoso futuro que le espera gracias al dinero que acaba de cobrar, pero el destino le demostrará lo irónica y lo hija de puta que puede ser la vida a veces, sobre todo con aquellos que no tienen esperanza, mostrando el final que nos espera a todos, hayamos sorteado una gran cantidad de peligros, o bailado sonrientes. Para Clouzot la vida es dolor, y la alegría se encuentra encerrada en pequeñas dosis, para conseguirla hay que sufrir. Y no dura.
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