5 millones de dólares en manos de un puñado de descerebrados
Así es como Sam Peckinpah se refirió a los responsables de ‘Los aristócratas del crimen’ (‘The Killer Elite’, 1975) cuando James Caan, su protagonista, le preguntó qué le parecía lo que iban a filmar. la cifra mencionada era el presupuesto inicial del que disponía el famoso realizador que necesitaba urgentemente un éxito debido a los fracasos consecutivos de ‘Pat Garret y Billy the Kid’ (‘Pat Garret & Billy the Kid’, 1973) y ‘Quiero la cabeza de Alfredo García’ (‘Bring Me the Head of Alfredo Garcia’, 1974), curiosamente dos de sus mejores películas. En un principio tenía en manos un proyecto de acción que debía protagonizar Charles Bronson, un actor muy taquillero por aquellos años, pero el intérprete declaró que jamás trabajaría con un borracho debido a la adicción de Peckinpah al alcohol. De esta forma todos perdimos una oportunidad de ver a uno de los más famosos duros del cine a las órdenes de otro duro como Peckinpah. Lo mismo ocurrió con Clint Eastwood a quien el director llamó varias veces para dos de sus películas, pero no puedo ser por estar el actor involucrado en otros rodajes.
La United Artists, que en cinco años se iría a la quiebra gracias a una obra maestra de Michael Cimino, enseguida salió al paso ofreciéndole a Peckinpah ‘Los aristócratas del crimen’, un film lleno de escenas de acción que le podría venir muy bien al director para recuperar su prestigio al menos en taquilla. Con uno de los presupuestos más altos que manejó nunca el realizador, lo cierto es que esta película podría ser sin duda alguna la peor de toda su filmografía. Un extraño y torpe film que sufrió las consecuencias de un rodaje infernal y la desgana de un director que tenía que venderse para conseguir un éxito. El alcohol y la cocaína hicieron el resto.
El argumento de ‘Los aristócratas del crimen’ narra la relación de dos amigos, Mike Locken (James Caan) y George Hansen (Robert Duvall), que pertenecen a una de esas corporaciones secretas conectadas a la CIA y que no existen. Su trabajo consiste en proteger a personas importantes cuya vida corre peligro. En una de esas misiones Locken traiciona a su compañero al que deja mal herido después de asesinar al hombre que custodiaban. Un punto de partida interesante y en el que se reconocen algunos de los elementos característicos del cine de Peckinpah, siendo ese inicio de lejos lo mejor de la película. Sin embargo a partir de ahí el film es un completo despropósito indigno del firmante de ‘Grupo salvaje’ (‘The Wild Bunch, 1969) al que precisamente habían elegido por sus dotes para filmar escenas de acción.
En la productora querían precisamente eso, un producto de evasión puro y duro pero sin pasarse. No dejaron que Peckinpah tuviese decisiones con respecto al guión, algo que era nuevo para el realizador, que tuvo la excusa perfecta para montar follones durante el rodaje. Pero esta vez su rebeldía fue en una camino completamente distinto, su rebeldía no se enfocó en concentrarse en hacer la mejor película posible aunque para ello tuviese que desobedecer algunas órdenes, algo que luego se reflejaba positivamente en el producto final. Esta vez Peckinpah se pasó de rosca no tomándose en serio ni siquiera su propio trabajo, centrándose más en consumir cocaína y beber a todas horas. En aquellos años la coca era el caviar de las drogas, y Peckinpah no podía perdérselo siendo iniciado en el vicio por el propio Caan, cuyo camello visitaba el rodaje asiduamente.
Los problemas con el alcohol y las drogas sumados a un desinterés casi completo por parte de Peckinpah tal vez fueron las razones por las que ahora pasado el tiempo ‘Los aristócratas del crimen’ sea casi insoportable, aún vislumbrando en ella un intento de cambiar algo en su cine, de satirizarlo más, de pasarse incluso un poco de rosca dentro de las convenciones del cine de acción de Hollywood. Detalles presumiblemente graciosos como lo comentarios de Locken durante la pelea final con espadas ninja o la fugaz aparición de un exhibicionista frente a un policía no terminan de encajar en el conjunto que posee un tono demasiado serio, quizá provocado durante el montaje —en el que incomprensiblemente sale acreditado Monte Hellman, a quien Peckinpah admiraba— en el que eliminaron gran parte de las ideas del director, así como un rebaje sustancial en la escenas violentas. En relación a esto cabe citar que los productores prohibieron a Peckinpah un final en el que aparecía un personaje volviendo de la muerte —el que interpreta Bo Hopkins— y que era una completa declaración de estar tomándoselo todo a coña.
En films posteriores de los que hablaremos en su momento, ese interés por exagerar las cosas por parte de Peckinpah, dieron su frutos, aquí se queda en un banal experimento, sucediendo además algo que no ocurre en las demás películas de su director: la trama, y lo que es peor, los personajes, no interesan. Éstos solamente bien descritos en los minutos iniciales —y sólo la pareja protagonista— carecen de fuerza y terminan perdiéndose en un batiburrillo de traiciones, agentes dobles, explosiones, tiros y peleas donde hay sitio incluso para ninjas, debido al éxito de los films orientales de acción en aquellos años. Uno de los guionistas, Stirling Silliphant, era muy aficionado a ese tipo de cine e introdujo el tema de las artes marciales en la trama. Aún así resulta sorprendente que Silliphant, con sobrada pericia en el cine de acción, participase en esta delirante propuesta filmada sin gusto por un Peckinpah cansado, enfermo sin duda y muy harto de todo.
Ni siquiera un actor de la talla de Robert Duvall es aprovechado para la ocasión. Lo mejor de su personaje queda expuesto en los primeros minutos de metraje en los que su relación con el personaje de Caan muestra sus cartas más interesantes. El respeto, quizá algo más, que siente y demuestra por su compañero con detalles como los del zumo o la cruel broma sobre la infección vaginal de la mujer con la que Locken ha pasado la noche, hacen pensar en algo más que compañerismo. La traición posterior crea un muy interesante conflicto, pero inexplicablemente el film va cuesta abajo hasta resultar tedioso. ‘Los aristócratas del crimen’ fue un éxito pero no tanto como se esperaban o querían sus productores. A nivel profesional supuso la última colaboración entre Peckinpah y el compositor Jerry Fielding, lo que no deja de tener su punto triste. La crítica se dividió entre los que la consideraron una maravilla y los que pensaban que era mala. Me inclino más hacia la segunda tendencia, es más, a cada nuevo visionado es peor. Afortunadamente dos años después Sam Peckinpah se introduciría de lleno en la Segunda Guerra Mundial para desatar toda su furia y dejarnos a todos contentos.
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