'Tropical malady', lección de cine de otro mundo

'Tropical malady', lección de cine de otro mundo
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¡Tigre, tigre! Ardiendo brillante en los bosques de la noche. ¿Qué mano inmortal, qué ojo pudo trazar tu terrible simetría?

-William Blake

Los festivales de cine, como el resto del mundo, se mueven por modas. Y en estos momentos, el cine asiático arrasa. Pero a diferencia de décadas anteriores, China y Japón no son los protagonistas, sino cinematografías más exóticas como Filipinas, Vietnam o Tailandia. Los directores de los certámenes se pelean por conseguir lo último del enfant terrible filipino Raya Martin —del que tuve la desgracia de ver su insoportable ‘A Short Film About The Indio Nacional’ (id, 2005) —, la nueva película del morboso Brillante Mendoza o estrenar la próxima propuesta del sorprendente Jia ZhangKe. Pero quien ha hecho saltar la banca ha sido el talentoso cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul, que con su película ‘Uncle Boonme Who Can Recall His Past Lives’, machacada sin piedad hace unos días por mi compañero Juan Luis Caviaro, se ha llevado el premio gordo: la Palma de Oro del Festival de Cannes. A falta de ver ésta, sólo puedo hablar de su film inmediatamente un film anterior: ‘Tropical malady’ (‘Sud Pralad’, 2004), ganadora también del Gran Premio del Jurado en el festival francés.

Mientras desfilaban los títulos de crédito y el público abandonaba aturdido la sala, comprendí que la capacidad de sorpresa en el cine aún es posible más de un siglo después de que los hermanos Lumière aterrorizaran a los espectadores con la “Llegada de un tren a la estación”.‘Tropical malady’ son dos películas en una. O varias más. Son dos mundos en contacto, el real y el de los espíritus, y es el acercamiento a un país y a una filmografía ignota como es la tailandesa. No entenderemos todo lo que nos muestra un film libre y arriesgado como pocos, pero la experiencia realmente merece la pena. Como dice el nombre de nuestra nueva sección, hay más cine ahí fuera. Gran cine.

Un grupo de militares patrulla las lindes de un bosque y se encuentran con un cadáver. Bromean y se sacan fotos con él. La desorientación es total. No sabemos quién es el protagonista, si se trata de una guerra o si el muerto será importante para la trama. Al poco, un hombre desnudo cruza el encuadre. ¿Es un flashback? ¿Es un flash-forward? ¿Es el muerto? No hay manera de saberlo, por lo que me relajo y desisto de buscar un significado inmediato a lo que veo. Lo primero que llama la atención en la película de Apichatpong Weerasethakul es la composición de los planos: de una cinematografía a priori tan primitiva como la tailandesa, uno esperaba quizá una cierta tosquedad en el aspecto visual del film. Pues bien, la película de Apichatpong a nivel de imagen es de una brillantez apabullante, con un gusto exquisito en la composición de los planos, los movimientos de cámara y la luz, como si de un maestro consagrado se tratara. Los primeros planos de los soldados, con mucho aire por arriba, establecen una preponderancia de la naturaleza sobre el sujeto, y los suaves trávellings de acercamiento nos sumergen plácidamente en este extraño mundo en que espíritus y seres humanos conviven en un todo armonioso. Es una delicia ver una película tan bien rodada. O dos, porque el film se divide en dos partes perfectamente diferenciadas.

Parte uno: romance

La primera parte de la cinta se centra en la relación sentimental que van a desarrollar Keng, un soldado de la patrulla forestal, y Tong, un joven habitante del pueblo limítrofe con la selva. Han pasado ya unos cuarenta minutos de metraje cuando de improviso, el militar nos mira fijamente desde la pantalla y sonríe mientras aparece el título de la película. Sí, vamos a asistir a una representación. La romántica historia de amor entre los dos chicos está contada con enorme naturalidad y una radiante luz ilumina toda esta parte. La película transmite felicidad, y de la mano de la pareja, nos adentramos en una bulliciosa ciudad donde asistiremos al trabajo en una fábrica de hielo, un karaoke al aire libre, una clase de aeróbic, partidas en cibercafés y paseos en moto. Gente en un dique de noche, un camión que deja una brumosa estela de polvo, una pagoda con vistas a la selva en la que se pronuncian suaves palabras de amor. La sensualidad impregna cada fotograma. Y también los espíritus. La cultura tailandesa cree en la reencarnación y sus habitantes mezclan alegremente el mundo real y el de los mitos en el día a día. Así nos enteramos de que Tong tiene un tío llamado Boonme que recuerda sus vidas pasadas, una anciana nos cuenta una parábola budista sobre la avaricia o acompañamos a los dos amantes a través del túnel de una cueva que sólo podrán pasar los puros de corazón. Pero llegamos a un punto en que Tong se pierde en la oscuridad, la pantalla funde a negro y la película se transforma en otra. Asombrosa, por cierto.

Parte dos: leyenda

En la pantalla aparece el dibujo de un tigre y un texto que nos habla de la leyenda de un chamán con el poder de convertirse en distintas criaturas. Hay un soldado, interpretado por el mismo actor, pero no sabemos si estamos ante el mismo personaje. Hay temor en la aldea limítrofe con la selva, y los aldeanos han comenzado a desaparecer. El soldado se adentra en la jungla. Va en busca de alguien. Quizá es su antiguo amante, quizá es una bestia salvaje. El relato puede ser complementario de lo que hemos visto hasta ahora, o una reformulación en clave legendaria de la primera parte. Lo extraño es que es esta parte la que parece ser la real, y el sueño, todo lo anterior. Puede que nunca haya existido una relación amorosa entre los protagonistas, solo un soldado perdido en una selva de senderos que se bifurcan. David Lynch meets Jorge Luis Borges.

Nos sumergimos en un mundo virgen, en un territorio donde el verde de la selva y los sonidos de lo salvaje, lo desconocido, atrapan al protagonista y al espectador en una atmósfera asfixiante donde las únicas palabras que se pronuncian provienen de un mono aullador. Las reglas de nuestro mundo no sirven, y la presencia invisible de un tigre se repite como un mantra. El soldado tras el tigre, el tigre tras el soldado y los espíritus en libertad. Como si fuera una película de Hayao Miyazaki en imagen real. En unos diez minutos finales imborrables, la entrega de los amantes se consuma, los mitos toman cuerpo y el prólogo —quizá— se convierte en un epílogo. Al final sólo queda el viento transmitiendo un mensaje indescifrable. Otro cine es posible.

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