'Happy Feet', pura emoción

'Happy Feet', pura emoción
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Cómo una película que empieza con dos pingüinos cantando temas pop, rodeados por más pingüinos que forman un corro en forma de corazón, y que al juntarse forman otro corazón con sus cuerpos, puede emocionarme tanto, lo cierto es que es un verdadero misterio para mí. Más aún cuando es una producción que explota a tope el recurso de pequeños animales adorables de angelicales vocecitas con los que es imposible no atiborrarse hasta arriba de diabetes. Y todavía más cuando, al igual que tantas otras películas de animación, o tantos melodramas sobre la adolescencia, la cosa va de un marginado que en este relato, al no saber cantar como la mayoría, y por lo tanto al no hacer igual de bien lo que todos los demás, es considerado como un apestado, pero que al poseer un ritmo endiablado con los pies terminará ganándose el respeto de los suyos. En ese sentido, nada nuevo bajo el sol. Entonces, ¿cómo es que ‘Happy Feet’ (id, George Miller, 2006) resulta una película tan inolvidable, tan especial y decididamente sobrecogedora?

Quizá porque a diferencia de algunas producciones Disney recientes, o de otros títulos de animación que son incapaces de trascender el tema en cuestión para capturar la vida en la pantalla (por mucho que se trate de películas de animación), ‘Happy Feet’ rebosa en cada plano de una vida muy difícil de describir pero muy fácil de disfrutar y de recordar. Quizá porque no toma al espectador potencial (los niños) como una panda de memos a los que se les puede convencer con cualquier aventura de dibujos; muy al contrario, estamos ante un guión de gran precisión narrativa y psicológica. O, no sé, quizá porque su mera puesta en escena está henchida de una musicalidad que no sólo tiene que ver con las canciones o con la música (por cierto soberbia) de John Powell, sobre todo con el ritmo visual, increíblemente dinámico y con un sentido sinfónico de la imagen y la planificación. O a lo mejor tiene que ver con lo mucho que desde siempre me han gustado los pingüinos (los de verdad) por ser unos animales asombrosos, mucho más de lo que parecen, y que aquí reciben un precioso homenaje.

Lo cierto es que, a poco que uno se fije con atención, esta película tiene bastante que ver con las tres primeras de su director. Hace poco, escribiendo sobre la magnífica ‘Mad Max 2, el guerrero de la carretera’ (‘Mad Max 2’, 1981), ya comenté que para mí George Miller era un cineasta de gran talento. Aquí vuelve a tratar el tema de un mundo vasto y despiadado, y de un protagonista absoluto que lo pierde todo y cuya misión en la vida parece, a ojos de todos los demás, un verdadero disparate. Por supuesto que en esta ocasión, dados los requerimientos técnicos de una producción tan compleja a todos los niveles, George Miller no está solo en la silla de director, que comparte, en calidad de co-directores, con los también guionistas del proyecto Warren Coleman y Judy Morris (el cuarto guionista, John Collee, no figura en los créditos de director), pero hay mucho del sentido de lo grandioso de Mad Max en esta película, en la que los inmensos desiertos de arena de un mundo apocalíptico son sustituidos por las planicies heladas de la Antártida, en una aventura que resulta absolutamente épica desde el principio hasta el final.

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Mitología pingüina

En ‘Happy Feet’ la sociedad pingüina y su ficticia cultura, que por supuesto es una parábola de las jerarquías sociales de estos animales, y sobre todo de la del pingüino emperador, alcanza el rango de mitología. Así, la representación de su ciclo reproductivo, en el crudo invierno ártico, con toda la comunidad cantando, es una imagen perfecta de la comunión de estos animales con la naturaleza, casi de un modo espiritual. Así mismo, el reencuentro con las madres que han ido al mar a alimentarse durante ese tiempo, posee ecos bíblicos. Es sólo el comienzo. Los antiguos del clan son una suerte de ancianos sabios, pero también de conservadores carcas incapaces de aceptar la diferencia y siempre con el no en la boca. En esa sociedad, el gurú es un pingüino de penacho amarillo al que llaman Doctor Amor, y los seres humanos somos para ellos una especie de alienígenas (observando nuestro comportamiento con el entorno natural, puede que lo seamos…) que les abudcen y que se llevan todo el pescado para dejarles morir de hambre. En suma, un universo en el que otras especies representan grandes peligros para el grupo, pero por la necesidad de supervivencia, y en el que el mayor enemigo es la ignorancia del hombre.

Hay imágenes en esta película que le cortan a uno la respiración, por mucho que quieras evitarlo: la fragmentación del glaciar, que revela una grúa en su interior, la cual cae al agua helada y se hunde en las profundidades; la caminata de los seis amigos en busca de la cura para el “collar místico” del Doctor Amor (una argolla de plástico con la que se ahoga) a través de unas ventiscas terribles que les impiden avanzar; el descubrimiento del abandonado puerto pesquero como si de un universo paralelo se tratara; el divertimento que son los pingüinos para un par de orcas juguetonas, las cuales se lo pasan bomba antes de intentar devorarles; la aparición del enorme pesquero como un monstruo ciclópeo que les arrebata el sustento; el posterior salto de Mumble para intentar comunicarse con los alienígenas, en una caída de cientos de metros y una carrera de cientos de kilómetros; la sensación de enorme agobio y aislamiento en el confinamiento de los pingüinos…Todo ello amenizado con un coro de voces realmente inspirado, entre los que se encuentran Elijah Wood, Hugh Jackman, Robin Williams, Brittany Murphy, Hugo Weaving, Nicole Kidman y otros muchos.

Capturando el movimiento del mejor bailarín de claqué del mundo, Savion Glover, para hacer realidad los movimientos del pingüino Mumble, así como de otros bailarines para dar vida al resto de animales del grupo; empleando cuatro años y un enorme grupo de animadores (y de servidores…) para hacerla realidad en nueve meses de tiempo de renderización; su rotundo éxito popular y su Oscar, así como lo impresionante de su factura técnica, demuestran que hay vida más allá de Pixar, y al mismo tiempo son testigos del amor por el cine que hay que atesorar para hacer algo como ‘Happy Feet’. Verdadero gran cine cuyo mensaje ecológico, más necesario que nunca, no es moralizador ni tendencioso. Es lo que hay: si seguimos así, todo se acabará muy pronto. Esperamos como agua de mayo la segunda parte, que llegará dentro de no mucho en 3D, y que ojalá nos traiga un par de horas de grandísimo cine de animación y de aventuras como la primera.

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