Estás en un restaurante con clase, disfrutando de una cena perfecta. Comida deliciosa, el vino en su punto, la luz de las velas. Y entonces, sucede. Primero es un chillido, luego un berreo. A tres mesas de la vuestra, un niño empieza a gritar y tira su plato por el suelo. Todo el clima romántico que habías creado se resquebraja, los violines se desafinan. Miras de reojo a los padres de la criatura. Lejos de intentar hacerle callar, le rien la gracia entre risas. Ese niño tirano es Stewie; la reacción de sus padres, el motivo de su tiranía.
Puede que para ti sea obvio que el niño es un demonio pero sus padres sólo ven en él un inocente angelito. Y Stewie lo sabe, por eso los hace bailar al son que le apetece. Primero empezó llorando por las noches cuando quería que le trajeran un vaso de leche a la cama, luego cogió el mando de la televisión, ahora todas las decisiones de sus padres giran en torno a él. Y la culpa no es suya. Han sido ellos los que, tratándolo como el príncipe de la casa, le han entregado el cetro del poder. Se come lo que él quiere comer, se alquilan las películas que a él le apetece ver y se va a los lugares que a él le da la gana.
Para que un tirano gobierne alguien tiene que sentarlo en el trono, necesita un pueblo servil que obedezca a ciegas sus órdenes. Intentando ser unos buenos padres (comprensivos, dialogantes, flexibles) creamos monstruos. No es extraño que Stewie crea que puede dominar el mundo. Si puede doblegar a sus creadores sin esfuerzo, ¿cómo se le va a resistir todo lo demás? Cada vez que un Stewie te destroce una cena recuerda que la culpa no es del niño.
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