Cuando alguien le pregunta si es feliz, Moss teclea la pregunta en el Google. Puede recordar de memoria el número 0118 999 881 999 119 725...3 pero no encontrar las palabras para expresar como se siente. La forma más rápida para conocerlo es entrar en su perfil de Facebook, la única forma de hacerlo reaccionar es aplastar su iPod. Podrías gritarle en la cara un millón de cosas desagradables, pero lo único que le afectaría seria que cayera su firewall.
Un Moss es ese adicto a la tecnología que ha crecido en tu interior sin que te dieras cuenta. Es ese hormigueo que sientes en los dedos el día que no has jugado a la PS2, el instinto de saber que te están llamando aún cuando tienes el móvil silenciado, la sensación de opresión que notas en los pulmones cuando te quedas sin Wi-Fi, como si te faltara aire para respirar.
El Moss que tienes dentro te pide que revises tu e-mail cada cinco minutos. De repente pierdes a conexión a Internet y te empieza a caer sudor frío por la frente. Quieres pedir ayuda pero no hay tecla Esc, quieres solucionarlo pero no hay ningún FAQ. El corazón te falla y caes. Te arrastras por el suelo buscando qué es lo que va mal. Y lo ves, el cable suelto. Pero podría ser demasiado tarde. Alargas el brazo intentando encontrar el enchufe, sólo un hilo de respiración en tu voz, tu cuerpo se estremece. Y lo conectas.
Tu Moss recupera su ritmo cardíaco normal. El enchufe, en su sitio; el campo, sólo en el salvapantallas. Éste, y no otro, es el nuevo mundo real.
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