Alguien te suelta un comentario desagradable, totalmente inapropiado, y te quedas tan sorprendido que no sabes qué decir. Los demás se ríen. Tuerces los labios en una mueca, simulando sonreir, y te vas sin decir nada. Vuelves a casa caminando en silencio, subes a tu habitación y te sientas en la cama. El silencio persiste. Y entonces aparece: una voz en tu cabeza a la que se le ocurre una réplica ingeniosa, inteligente, aguda y demoledora que habría dejado en evidencia a ése estúpido. Esa voz es Gregory House.
La diferencia entre el House de la tele y el que hay en tu interior es que el tuyo siempre llega cinco minutos tarde, cuando la oportunidad de rebotarse ya ha pasado de largo y lo único que puedes hacer es maldecir entre dientes. Mientras Gregory House suelta sus mordaces comentarios bien alto para que lo oiga todo el mundo y vocalizando cada una de las palabras, tú te quedas en un débil murmullo, no sea que te oigan de verdad y te la acabes ganando.
Tu House es como el de la imagen, con los labios sellados y guardando la compostura. Por eso cuando vemos al House de la televisión es como si por fin pudiéramos soltar todos los comentarios que nos hemos ido tragando durante el día. Sin miedo a decir lo que pensamos, sin máscara social ni necesidad de quedar bien. No nos estamos jugando el trabajo, nuestra relación de pareja o nuestro pellejo. En la soledad de nuestra habitación, apartados del resto del mundo, por fin podemos ser brutalmente honestos.
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