¿Por qué siempre tiene que pasar algo? La vida no es un capítulo de CSI. En el minuto uno encontramos el muerto, en el dos Horatio se quita las gafas y en el dos y medio han llegado los resultados del ADN para incriminar al marido (siempre es el marido, o la mujer si se intercambian los papeles). A veces, por suerte, no pasa nada. Se vive tranquilo, feliz y el día pone fin hasta el siguiente. El arte de retratar esa calma es un mérito, más en un momento donde los impulsos son tan fugaces que si no llegan de forma constante las series pueden caer en el olvido por "aburridas".
Títulos como 'Mad Men' o la nueva 'Masters of Sex' vienen a sustituir a aquellas naturalezas muertas en las que podía no pasar nada. Ahora como las pintase Zurbarán o Juan Gris la muerte ganaba a la vida. La cotidianidad es más difícil de plasmarse que la siempre eficaz persecución entre espías, mafia o el chiste de risas enlatadas.
La solución no está en un solo capítulo. Tampoco la decadencia de Don Draper. Necesitamos siete temporadas para ver cómo cae fruto de sus constantes problemas internos y su lucha por convertirse en alguien distinto a lo que proyecta. Esa caída a tocar suelo tiene que hacerse de forma lenta, con sus capítulos eternos, sus mil secundarios aún más grandes que el principal (ahí está Peggy Olson) y sus detractores bostezando viendo que no tienen su ración de evasión fácil de obtener. Es más complicado dedicarse a ver la segunda línea y a disfrutar de los acontecimientos corrientes.
La vida no se supera en una noche. Lo mismo que los cambios importantes no se producen de un día para otro, pasando de una corriente de pensamiento a la siguiente al cerrar los ojos (hoy me levanto Renacentista). La moral y la sociedad son el caso eterno que merece tener en frente a actores como Michael Sheen interpretando al doctor William Masters defendiendo por sí solos lo incomprensible de cambiar el mecanismo de tantos que le rodean. La superación de Virginia Johnson en manos de Lizzy Caplan con sus pequeños y necesarios trucos para no caer en la excesiva monotonía.
Esa lentitud hace de una serie de folletín corriente, como suelen ser la mayoría, un disfrute a la hora de ver crecer los personajes, la labor de los actores y guionistas por hacer interesante la vida diaria bajo un contexto secundario (sea una agencia de publicidad, sea un estudio sobre la sexualidad) donde la importancia está en las relaciones, en los retos personales, en los propios miedos y metas que nosotros podemos vivir cada día. Todo bajo una excelsa labor de cuidado en la imagen, en los planos (recreándose en los detalles, ralentizando el tiempo) y en el escenario, convirtiendo esa ficción de la nada en otra vida que pudo ser real y en la que apariciones como Bob Benson desencadenan divertidas conspiraciones.
Los detectives pueden tener sus eternos casos de una temporada (tan en boga con 'Broadchurch' o 'The Killing', entre otras) mientras el folletín tiene su eterna calma que disfrutar en los pequeños detalles sumados entre sí. La unidad frente al conjunto. Este, cuando termina, echas de menos a unos personajes con los que llegas a tener tu cita semanal. El nunca pasa nada tiene en 'Treme' uno de los mejores resultados de ejecución actual, con la música sustituyendo al vicio y al sexo como nexo. Y Albert Lambreaux (Clarke Peters) como uno de los personajes que mejor definen esta calma. Series que podrían no terminar nunca.
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