No hay límites. David Lynch está demostrando que su talento creativo no se va a encorsetar a las exigencias de una serie, sus personajes, o los tropos esperables de la ficción televisiva que cambió la manera de entender el formato hace veinticinco años. Hace unas semanas nos hacíamos eco de la sorprendente entrada triunfal del director a esta nueva década. Hoy, después de ocho horas de delirio y surrealismo, no ha cambiado nada.
‘Twin Peaks’ sigue teniendo la misma capacidad de sorprender capítulo a capítulo, de ofrecer lo opuesto a lo que uno espera y, sobre todo, a lo que espera un fan casual de las primeras dos temporadas. Cuando empezaba a tomar forma cierto arco, cierto conato de estructura en la historia, el director lo ha vuelto a hacer: un episodio casi independiente, un inciso con apenas veinte líneas de diálogo, en blanco y negro y mayormente ubicado en una dimensión abstracta, con la que tuvimos un contacto en el tercer episodio.
La serie, hasta ahora
La sentencia del propio Lynch, de que esta temporada es como una sola película no es una frase hecha, el desarrollo sincopado de esta primera mitad ha sido como la exposición de un tablero de juego extremadamente complejo en el que las piezas han sido desparramadas por el suelo de la habitación. Aceptar que muy poca trama tiene lugar en el pueblo que da título a la serie es una ventaja para no llevarse decepciones inesperadas. Los personajes que daban esa cálida sensación cotidiana están desperdigados en apariciones muy limitadas.
Todos menos el agente Dale Cooper. Lynch también parece estirar al máximo la paciencia de los espectadores con el estado en el que ha quedado el personaje tras escapar de la logia negra. El “Cooper bueno” permanece en un estado de trance que genera incógnitas constantes. Parece que cuanto más se desee que salga del lapso, más seguridad de que no va a conseguirlo. Sin embargo, en el medio de su odisea hemos visto líneas narrativas, desperdigadas como cabos sueltos, que a veces se tocan pero que no parecen tener relación.
La sensación es de ver un constante cambio de canal. Cada episodio parece soltar una ristra de información adicional y los personajes secundarios y líneas paralelas no han cesado. Hay ciertas certezas de que muchos puntos en común del argumento tienen relación, pero no podría la mano en el fuego por que esta fuera más allá de asociaciones simbólicas o causalidades relacionadas. Lo importante es que ‘Twin Peaks’ se ha convertido en el campo de juego de David Lynch, una plataforma para expresarse sin barreras.
Un episodio que es la película de terror del año
Hablar de este Lynch es hablar de cine libertino, absoluto. La concepción de televisión, la dosificación en capítulos no debe condicionar la valoración de esta temporada como una obra aislada, contenida en sí misma y pensada como un todo. Este episodio ocho lo confirma. ¿Qué tiene de especial? Pues que nunca antes en la televisión había existido un capítulo-experiencia, desatado y desorientador, como este. El mismo Steven Soderbergh se ha pronunciado en twitter diciendo que
“si no te ha volado la cabeza, no tienes cabeza”
El episodio nos revienta la mente empezando por la aterradora resurrección del doppelgänger de Cooper, por medio de un extraño ritual con una especie de espectros de vagabundos, con actuación de los mismísimos Nine Inch Nails como catalizador, y siguiendo por un viaje al corazón de una bomba atómica que, de alguna manera, desencadena la apertura de un puerto dimensional, facilitando la experiencia más lisérgica desde el tramo final de ‘2001: una odisea en el espacio’ (2001: A Space Odyssey, 1968).
Parece que asistimos a la mitología de la serie, al nacimiento del mal, representado por Bob y para, acto seguido, observar cómo el gigante y esa especie de logia blanca crearon la encarnación del bien en Laura Palmer. Sea como sea, la experiencia es arrolladora, desorientadora y fantástica, con ecos tanto a ‘Cabeza Borradora’ (Erasedhead, 1977) y ‘Mudholland Drive’ (2001) como a las raíces de los mitos Lovecraftianos. La catarsis final tiene lugar en el último tramo, un puñado de escenas en los cincuenta rodadas en un blanco y negro expresionista.
Un insecto con cuerpo de batracio, una pareja adolescente y la entidad asesina, que parece la criatura informe del inicio de la serie con forma de hombre, ofrecen un espectáculo de terror sin destilar, acompañado por un diseño de sonido perturbador y la repetición constante de dos misteriosas frases que habrán desencadenado una miríada de teorías y conexiones. ¿Está Lynch jugando con los espectadores? ¿Es la serie una excusa para desarrollar sus piezas de arte y ensayo o todo está conectado como un puzzle cósmico? Independientemente de ello, capítulos como este son momentos irrepetibles de la historia de la televisión.
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