La primera temporada de ‘Castle Rock’ cumple a la perfección el tópico reciente de esta burbuja de series de etiqueta en las que la producción y el acabado visual sirven como cebo para atraer a los demandantes de contenido semanal. Un estereotipo de producto brillante y pulido que se deja ver esperando a ver si pasa algo en el episodio siete y acabas en el final con una resolución apresurada y la sensación de haber visto ocho episodios de paja para nada.
El relleno televisivo de las series de arco, esa nueva idea de calidad que denosta el formato antológico, o al de episodios, más o menos autoconclusivos, con una serie de personajes recurrentes. La idea de que una buena serie tiene que empezar con su abertura seguir con su nudo y desenlace. Claro, sobre el papel está muy bien, pero en realidad la elasticidad narrativa tiene unos límites bien determinados y para el espectador viene a ser como deshuesar una costilla en la que apenas hay carne pegada.
Un arco independiente muy superior a la primera temporada
‘Castle Rock’ temporada 1 tenía una gran producción basada en historias de Stephen King, el puñado de becarios, recogiendo easter eggs de la obra del escritor para ponerlos en los episodios, como juego para fans, hacía bien su trabajo. Y, ¿A quién no le apetece ver una historia de un extraño hombre diabólico aparecido de pronto en una celda de la prisión de ‘Cadena perpetua’ (The Shawshank Redemption, 1994)?, la idea de jugar con diferentes posibilidades dentro del universo del pueblo ficticio era muy prometedora.
Sin embargo, los enigmas se extendían y estiraban como un chicle que se iba quedando sin sabor hasta que no aguantaban ya ni los cliffhangers. El sello de J.J. Abrams se notaba para mal, con una superposición de enigmas que iban abriendo puertas y puertas hasta que el final cerraba una y las demás demostraban haber sido espejismos, o mejor dicho, señuelos. El caso era no dejar probar la costilla. Moroso hasta el final, mezclaba temas de ciencia ficción que hacían pensar que te estaba colando un gol con un balón de marca ‘Cloverfield’.
Su conclusión, además, era tan vaga que parecía haber sido escrita sobre la marcha, haciendo que incluso los buenos episodios que habíamos visto, como el séptimo, se convirtieran en anécdotas dentro, no ya de un despropósito, pero si de un artefacto inane lejos de su gran potencial conceptual. Pero, quieto todo el mundo. Nunca hay que dar por hecho nada y la magia del formato antológico da la posibilidad del borrón y cuenta nueva consumible sin ver la anterior. Y, sorpresa, sorpresa, tenemos redención a la vista.
La enfermera homicida contra el mal innombrable
El inicio de la segunda temporada de ‘Castle Rock’ no puede ser más prometedor y diferente en actitud a su predecesora. Manteniendo el nivel de producción, con gusto en la puesta en escena, una fotografía con matices y profundidad y diseño de arte excelente, es, además, un reflejo bastante fideligno de la experiencia de lectura de un libro de Stephen King. Lo que se viene a llamar un page-turner en USA, pero aplicado a la ficción visual, que engancha desde el minuto uno y no suelta hasta el siguiente capítulo.
Hay ritmo, pasan cosas y no hay calvas en el guion diseñadas para mirar el móvil sin que pierdas el hilo. Y no solo eso, sino que la construcción de la atmósfera y los misterios de la temporada es creciente, convenientemente oscura, escalofriante, y no hace ascos a la violencia y el gore. ¿Cuál es la fórmula de la resurrección? En primer lugar, claro, contar con un personaje de oro, con el que quieres pasar esas diez horas de tu vida. La Annie Wilkes de Lizzy Caplan es una estupenda genuflexión a la de Kathy Bates solo que con más notas de empatía.
Convertir a Wilkes —que sufre, por cierto, de situaciones familiares a ‘Misery’ en sus carnes—, que está como un cencerro peligroso, la protagonista, tiene todos los colores del espectro gris dibujados en la frente, pero no deja de tener una construcción de heroína trágica por la que sentimos compasión y miedo, dos sensaciones a priori imposibles pero que, como en la novela, salen a flote para enfrentarnos a males mayores. Y es que la pirueta definitiva es llevar a Wilkes al pueblo de Salem’s Lot, sí, en donde trascurre **la famosa miniserie de vampiros. **
El nuevo misterio de Salem's Lot
El Salem’s Lot de ‘Castle Rock’ está repoblado y parece haber dado carpetazo a su problema de vampiros, por lo que no esperen ver chupasangres enfrentados a la enfermera homicida, al menos de momento. Sin embargo, el fan de la novela de King sabrá que ese no es el verdadero núcleo de interés del pueblo, sino el misterio de la casa Marsten, que se apunta varias veces pero no tiene una solución clara, por ello, la mansión embrujada tiene por sí sola el interés suficiente para ofrecer muchas sorpresas de las que solo se pueden intuir detalles.
Insectos saliendo de la tierra, catacumbas llenas de ataúdes y terrenos malditos en plena construcción —mala idea— de un centro comercial. En todo este contexto tenemos un enfrentamiento de dos bandos en el pueblo, que es ahora el hogar de un asentamiento somalí. El personaje de Tim Robbins —hace las veces de actor de adaptaciones pródigo de esta temporada— es "Pop" Merrill un patriarca que adoptó a dos adolescentes refugiados somalíes, Abdi y Nadia, décadas antes, lo que siempre ha creado roces con Ace, el sobrino de Pop.
Ace es un empresario avaro y sus trabajadores amenazan con dejarlo y trabajar en el nuevo complejo de Abdi por tarifas mucho más razonables. Hay una batalla comercial con viejas rencillas que pueden recordar al de cualquier pueblo con ese tipo de problemas rumiados durante años que pueden acabar en un Puerto Hurraco. Toda esta trama es sorprendentemente interesante y ágil y sucede al tiempo que las vicisitudes de Wilkes para sacar adelante a su hija Joy mientras trata de contener su enfermedad, que le hace ver visiones.
Un inicio vibrante y adictivo
Una premisa que no se queda ahí y va tomando decisiones y pasos que mueven la trama hacia adelante y no se queda ensimismada, pese a que no sabemos demasiado del misterio principal en el que se ven envueltos los personajes. Quizá el único punto dudoso es la relación de Joy con una vecina LGTBI, que, no me malinterpreten, empieza a resultar un recurso hecho casi por obligación inclusiva, restándole fuerza a sus propias intenciones. Pese a todo, el personaje está muy bien interpretado —como la mayoría del reparto— y tendrá un papel importante más adelante.
Por lo pronto, los intentos de Wilkes por encontrar la fórmula de su equilibrio, y las situaciones en las que se ve envuelta son carburante suficiente para quedar con las uñas segadas al final de cada episodio. Mientras, el infeccioso elemento sobrenatural va expandiéndose como la gasolina de un bidón volcado, colándose por los recovecos y empapando todo de forma embriagadora. Solo hace falta que el final tenga la llama suficiente como para no desperdiciar todo lo derramado.
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