Son muchos los que apoyan que lo importante de una serie de televisión es lo que disfrutes durante el viaje a lo largo de sus episodios, no siendo tan decisivo el hecho de que su cierre resulte suficientemente satisfactorio o incluso la inexistencia de éste porque se ha optado por cancelarla antes de tiempo. Jamás discutiré la verdad que hay en esa idea, pero no hay nada en la televisión que pueda superar la sensación de paz interior que te queda cuando una de tus series favoritas se despide para siempre por la puerta grande. Es un placer esquivo que disfrutaremos en contadas ocasiones, pero es lo que sentí con ‘Breaking Bad’ y eso es algo que ya nadie podrá quitarme.
Tuvieron que emitirse un par de temporadas y varios episodios de su tercera entrega para que me animase a confiar en los constantes elogios recibidos por ‘Breaking Bad’, una serie que por aquel entonces veía como el inverosímil relato de un profesor que se ve obligado a involucrarse en el mundo de la droga para que su familia no se muriera de hambre cuando él muriera, algo que llegaría más temprano que tarde al padecer un cáncer terminal. En poco tiempo ya estaba al día con una serie en la que había varios detalles por pulir en sus primeros episodios, pero que iba creciendo progresivamente y, sobre todo, que parecía tener las ideas muy claras sobre lo que quería contar. Acerté.
Las dos caras de Walter White
Walter White es y siempre será ‘Breaking Bad’. No importa que en diversas fases de la serie le hayamos odiado con toda la fuerza a nuestra alcance o que haya otros grandes personajes que incluso lograsen eclipsarle en ciertos momentos o que sencillamente nos resultan más estimulantes. ‘Breaking Bad’ es la historia de cómo Walter White se descubrió a sí mismo –nunca sabremos cómo es realmente una persona hasta que tiene suficiente poder y libertad para hacer lo que le venga en gana- y cómo ese despertar ha sido su perdición.
Se ha hablado mucho sobre el punto exacto en el que Walter White dejó de existir en beneficio de Heisenberg, un déspota tiránico con un grave problema de narcisismo, cuando no es más que una mera prolongación de su personalidad. Walter White siempre tuvo a Heisenberg en su interior, pero nunca tuvo la posibilidad de desarrollarlo y acabó convertido en un hombre apocado al que únicamente su familia respeta. Ya en el episodio piloto vemos un par de ramalazos –la reacción airada con la que se despide de su humillante trabajo de tarde y la agresión al chaval que está riéndose de su hijo- de lo que está por venir.
Ya en el nombre de su primogénito se puede detectar ese amor propio que se irá desarrollando posteriormente, pero si su hijo padece una discapacidad física, la suya es emocional. Quizá por ello disfrutó tanto en el momento en el que exige a otro personaje que diga su nombre, uno de los instantes más recordados de ‘Breaking Bad’. Sin embargo, estos espléndidos últimos ocho episodios han sido no una regresión a su antiguo yo, sino un recordatorio de que nadie es invencible, y de igual manera que él se deshizo de Gustavo Fring, otro podría acabar con él y que todo su trabajo se quedase en nada.
Walter no tarda en idear todas las argucias posibles para que esto no suceda, desde una maligna charla con Hank hasta la grabación de un vil vídeo con la que pretendía solucionarlo todo y ser feliz junto a su familia. Y es que es entonces cuando tiene que decidir qué es lo más importante para él, su familia, exactamente lo mismo que cuando era un don nadie, porque bien podría haber huido con todo su dinero y ser feliz en cualquier país que no fuera Belice. El problema es que Walter White no es capaz de concebir su propia felicidad sin que sus seres más queridos estén a su lado.
Es también aquí cuando hemos visto que Walter White asumía su derrota –era hasta doloroso verle pagar 10.000 dólares por una simple hora de compañía humana- para luego levantarse de sus cenizas, algo que jamás hubiese hecho antes de introducirse en el peligroso mundo del tráfico de drogas. Y es que por estupendos que fuesen los capítulos previos a ‘Ozymandias’, al final todos ellos no eran más que una forma dilatar todo lo que fuese posible su caída a los infiernos en el mismo momento en el que Hank es asesinado a sangre fría.
Mucho habíamos vivido tanto él como nosotros hasta ese trágico instante –inolvidable el diálogo de Hank antes de asumir su destino-, pero fue exactamente entonces cuando ya no había vuelta atrás posible. Su reino se hundía, aunque sería en los siguientes minutos cuando él se enteraría, primero por las pérdidas económicas y luego por el rechazo de su familia, esa por la que siempre había luchado, aunque a menudo del modo más erróneo posible. De la derrota se pasaría a la humillación en ‘Granite State’, y todo indicaba que una triste y solitaria muerte iba a ser la forma de acabar su historia, pero ni la serie ni el propio Walter White podían permitir algo así.
La necesaria redención
Vince Gilligan y su equipo no veían como una necesidad el hecho de que Walter White tuviese que morir al final de ‘Breaking Bad’, pero acabó siendo el mejor escenario posible dentro de la particular redención con la que alcanza la paz mientras muere al son de una canción que parece específicamente escrita para la ocasión. Sin embargo, tenemos que remontarnos a ‘Ozymandias’ para localizar el primer click interior que lo encamina a su propia muerte, cuando su propia familia lo ve como una amenaza, no quedándole otra salida que la de huir, esconderse e ir consumiéndose hasta que el cáncer sea ya totalmente imbatible.
No han faltado los guiños durante estos últimos ocho episodios a etapas pasadas de la serie, en especial a sus primeros episodios, desde detalles sutiles relacionados con la ropa de Walter hasta la aparente necesidad de cerrar el círculo —no es casualidad que su cumpleaños sea parte esencial del inicio y el desenlace de la historia— vinculándolo al preciso momento en el que se convirtió en un perdedor que sólo dejó de serlo gracias a la metanfetamina: Su salida de una empresa que acabó reportando beneficios millonarios a sus antiguos socios, los mismos que se asegurarán de que su obra al menos sirva para que su familia viva desahogadamente, aunque sea sin llevarse el más mínimo mérito por ello –Walter Jr. ya le dejó claro en una desgarradora conversación telefónica que no quería saber más de él-, algo que ya sencillamente poco importa.
Ya al principio de la quinta temporada se empezó a jugar con la idea de darnos pequeños detalles sobre lo que nos esperaba en la series finale de ‘Breaking Bad’, pero, como era de esperar, estaban jugando con nosotros. ‘Felina’ es el último viaje emocional de Walter White, su forma de redimirse como buenamente puede por todos los pecados que ha cometido, y para ello nada mejor que destruir el negocio de metanfetamina que él mismo creó desde la nada.
De hecho, la única mínima pega que puedo ponerle al desenlace de la serie tiene que ver con la facilidad con la que accede a la nueva vivienda de Skyler —que todo su plan se ejecute a la perfección es una licencia que cada uno aceptará hasta donde quiera—, pero es un pequeño mal compensado de sobra por el momento en el que reconoce la parte incómoda de la verdad. Es cierto que, como él defendía hasta entonces, empezó en el negocio para ayudar a su familia –¡si hasta se molestó en descifrar la cifra exacta de dinero que tenía que conseguir para garantizar la comodidad de sus seres queridos!-, pero luego todo fue un simple acto de egoísmo. Eso fue su perdición, y solamente librándose del resto de culpables podía culminar su via crucis particular.
No he mencionado hasta ahora a Jesse, un personaje vital para ‘Breaking Bad’ y que hasta cierto punto es el otro hijo de Walter White, aunque cuando sus acciones ponen en peligro a su verdadera familia éste no dude en dar luz verde a su asesinato. Mucho hemos sufrido con Walter durante estos últimos episodios, pero fue Jesse el que casi consigue romperme por dentro, primero cuando se entera de que Walter no salvó a Jane de una muerte segura, luego al ser un esclavo apalizado y por último al ver el asesinato a sangre fría de Andrea al negarse a seguir cocinando para ellos –qué lejanos quedaban ya esos tiempos de inocente idealismo en los que se hacía llamar ‘Captain Cook’-.
Es ahí donde la serie demandaba un final “feliz” para un personaje que ya estuvo a punto de morir durante la primera temporada, pero que sobrevivió y nos permitió disfrutar del inmenso talento dramático de un Aaron Paul que ha crecido tanto como actor gracias a ‘Breaking Bad’ que no me extrañaría verle nominado al Oscar en el futuro. Es por ello que el hecho de que Walter salve a Jesse de una muerte segura es tan obligado como el que éste no sea capaz de acabar con la vida del responsable de su tragedia personal –su sed de sangre ya había quedado saciada al acabar con el enigmático y fascinante Todd-, ya que hasta si empezó a colaborar con él fue por la amenaza de acabar en la cárcel en el caso de negarse.
Eso sí, la idea de contemplar el desenlace de ‘Breaking Bad’ como feliz para cualquiera de los supervivientes es difícil de aceptar. Su vida ha cambiado para siempre y lo ha hecho para mal, pero Walter sí que ha conseguido salirse con la suya al liberar a Jesse de sus cadenas reales e imaginarias —al menos momentáneamente, que lo más plausible es que acabe en la cárcel, aunque nosotros prefiramos pensar que logra llegar a Alaska—, conceder a Marie la posibilidad de dar un entierro digno a Hank y, sobre todo, que Skyler y Walter Jr. puedan llevar una vida alejada de las penurias económicas a partir de entonces. Objetivo cumplido, hora de morir. Goodbye, Walter White, goodbye, 'Breaking Bad'. Gracias por todo.
En ¡Vaya Tele! | Seguimiento de 'Breaking Bad'
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