Ha dicho Hayao Miyazaki que se retira. O lo ha confirmado, más bien, porque una de las costumbres de este cineasta japonés es retirarse, de hecho, lleva retirándose desde 'La princesa Mononoke' (Mononoke Hime, 1997) y uno debe pensar que a Miyazaki el retiro le gusta lo mismo que al sargento Murtaugh: como anuncio antes que como realidad, como fecha antes que como plan de vida.
En todo caso, si se va a retirar Miyazaki qué menos que contar por qué no queremos que se marche o al menos hacer recuento de lo que ha dado. En España Miyazaki ha dado muchas cosas, así que empezaremos por las sonrojantes, porque si uno se marcha, mejor dejar constancia de la cantidad de ratos divertidos y hasta un poquito vergonzosos que ha dejado consigo.
Fue Miyazaki y no otro el que provocó que miles de españoles, con el kimono de la vida, se llenaran la boca de Miyazaki-san haciendo que hasta el más leal extremeño se sintiera de Osaka. Pocos pueden presumir de eso. ¿Y qué otros cineastas han generado tal aluvión de orientalistas trasnochados? La lista es breve. Las películas de Miyazaki dejaban al español medio hecho un cristo: 'El viaje de Chihiro' (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) generó más expertos en mitología japonesa que todos los Expomanga reunidos. Y ver a un aluvión de muchachos y muchachas con la turística ilusión de exigir individualidad convirtiéndose en otro colectivo.
Así que Miyazaki, el que se ha venido marchando para regresar con películas cada vez mejores, nos deja un legado en el que nos hemos llenado la boca de espiritualidad de importación, que es un poco como los relojes de Andorra, pero también nos deja otro legado, no vayan ustedes a pensar que todo fue malo. El legado más importante de Miyazaki es el dialéctico.
Porque, y esto lo ha dicho ya Jordi Costa, fue Miyazaki el que con su Totoro gigantesco el que puso en cuestión el modelo antropomórfico de Disney. Porque fue su Mononoke, precisamente, la que puso en diálogo la estetización violenta y dio hondura y relieve político y moral a las consecuencias de los actos violentos también desde la ficción, desde la catarsis del drama.
Porque fue 'El Castillo Ambulante' (Howl's Moving Castle, 2004), una película irregular pero hermosa, la que demostró poder alcanzar cimas de poesía insólitas hasta cuando ni siquiera alcanzaba una estructura tan asombrosa como la de sus más recordadas películas. Porque fue 'Porco Rosso' (Kurenai no buta, 1992) la película que usó la imaginación también como una construcción naturalmente antifascista y de paso como una manera con la que Miyazaki, siempre corrector antes que refutador, rindió tributo al más libre Disney y al mejor Winsor McCay.
Y qué decir de 'Ponyo en el acantilado' (Gake no ue Ponyo, 2008) que no se haya dicho ya. Es mi película favorita de Miyazaki, porque es la única película para niños que también parece imaginada por uno de ellos, y cuya dulzura, surreal, libérrima, presexual está en las antípodas de nada que haya visto y por supuesto en el punto exacto en el que ebulle la mirada del niño, porque ser niño es ver asombro donde los otros miran asuntos prosaicos y nadie mejor que Miyazaki para explicarlo, aunque sea con una niña sirena viendo preparar un plato caliente.
Y por supuesto, por las heroínas. En un imaginario donde todavía hay que ir recordando el machismo, como quien recuerda que el sol sale por las mañanas y hay quien se ofende, Miyazaki ha dado un catálogo infinito de heroínas: Nausicaa, Sofi, Chihiro. Lo cuenta muy bien la inteligencia de Débora G. Sánchez Marin cuando dice ellas hacen "gala de una identidad al límite, entre la niñez y la adolescencia". ¡Son tan bienvenidas estas pequeñas refutaciones a quienes creen que solamente pueden ser los muchachotes los que pueden salvar al mundo! Y todavía es mejor que ni siquiera se pueda salvar al mundo, y que Miyazaki confíe en una visión adulta, que no niega el dolor, el sufrimiento ajeno o lo injusto en pos de la épica.
Ha dicho Miyazaki, y esta es una buena razón para creer que se va, que lo deja, claro, pero quedándose un poco, seguirá al frente de su legendario Studio Ghibli, el que ha venido gestionando junto al menos recordado, pero igualmente talentoso, Isao Takahata y uno, que no quería creer nada de lo que decía, empieza a pensar que hay algo de sinceridad en estas declaraciones últimas.
Y, claro está, yo, que soy español muchos domingos, no lo voy a ocultar y haré como aquellos de los que me reí tres párrafos atrás, hablando a quien no me va a escuchar: Miyazaki-san te voy a echar mucho de menos. No dejes de mentirte, no fuera que tuviera que contarme la verdad, la triste verdad, de que no voy a volver a ver una nueva película tuya y siento que hay algo más huérfano en la imaginación de los demás, que es la que has venido alimentando con la tuya.
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