Estoy convencido que el pasado 23 de Febrero vistéis el falso documental (¿podríamos usar falsumental como sustituto apresurado del inglés mockumentary - que se referiría a un "mofumental" si somos más literales ?) de Jordi Évole para su programa de televisión, concebido como exitoso y seguro motor de comentarios, discusiones y tertulias improvisadas, digitales y analógicas.
Mi primera reacción fue un resoplido. ¡Orson Welles a estas alturas! No está de más ser cortés y recomendar a quien me esté atendiendo ahora que lea cuanto antes el estupendo Anatomía de un instante de Javier Cercas. Exhibición de literatura hibrida, es también un catálogo de todos los (importantes) claroscuros que rodean al (fallido) golpe de Estado de 1981 en la historia de esta España extraña y a ratos irresoluble.
Entre los más turbadores apuntes que documenta Cercas figura una reunión entre dirigentes socialistas y el general Armada, tejiendo una serie de conversaciones previas al intento de destruir la democracia de lo más reveladoras y decepcionantes. Así que más quejidos podía añadir a mi resoplido inicial: la historia del 23F, me dije, sigue incompleta.
Pero vayamos por partes. ¿Qué hizo exactamente Évole, y qué hizo antes el prodigioso Welles con aquella conocidísima y falsa exhibición de radio? ¿Cómo puedo (yo) leer estos acontecimientos a la luz de un presente desorientado? ¿Y cómo posicionarme? Voy a explicarme
Una exhibición de poder
La historia está a las puertas de convertirse en anécdota recurrente cada vez que hablamos del cineasta, de la historia de la radio o de cualquier reflexión adjunta. El jovencito Welles, en 1938, comenzó a locutar su peculiar versión de La guerra de los mundos, el clásico de ciencia-ficción de H.G. Wells, como si se tratara de un informativo de guerra, provocando un conocido caos y violencia en los Estados Unidos.
Como en su futura primera película, este experimento es, en esencia, una exhibición de poder y una meditación sobre los efectos del mismo. Como exhibición de poder, tiene toda la grandilocuencia de Welles: su voz creíble y tempestuosa, la de un actor magistral, formado en Shakespeare y capaz de hacer verosímil la tiniebla.
Como meditación, tiene lo suyo también, todavía hoy. La manera en la que dotamos de rasgos humanos a las tecnologías es peligrosa, advierte Welles. Al convertir el medio en no solamente fiable sino en una verdad más, nos podemos convertir en sujetos fácilmente manipulables. Tan fácilmente manipulables que bastaba la pericia de un Welles para salir a la calle a huir del terror de los extraterrestres sin una mirada atenta al cielo.
Un problema político
Aunque yo era unos años más pequeño, todo el furor de la Guerra de Irak me llegó de rebote, aunque fuera a través de imágenes televisivas y las pequeñas e iniciales revueltas que se empezaron a generar en el sindicato de estudiantes. Así que cuando un verano más tarde, Michael Moore estrenó el documental 'Fahrenheit 9/11' (id, 2004) fui a verlo como si se tratara de un auténtico acontecimiento.
El documental de Moore fue ampliamente rebatido por grandes intelectuales, como Christopher Hitchens. Ciertamente, las conexiones que pretende establecer Moore entre la família Bin Laden y Bush son, en el fondo, irrelevantes. La lección de Welles encuentra una siniestra contrapartida en los métodos de Moore.
Es muy posible que creyera que Moore era el bueno, quizás guiado por sus intenciones. Pero, de entre todos sus trabajos, éste es el más discutible y fallido. ¿Por qué? Porque en vez de cuestionar asuntos políticos, como las razones de una invasión en territorio extranjero, lo que hacía era usar de un modo sensacionalista unos lazos que ni fueron tan apegados, ni fueron otra cosa que una coyuntural alianza entre fuerzas bastante más poderosas y persistentes.
Al centrarse en Bush, Moore creaba un personaje magnífico que todos compramos: El del presidente fácilmente repudiable, estúpido y encima hipócrita. Su documental era una denuncia del Poder pero, al mismo tiempo, delataba otra exhibición del Poder: la de nuestras creencias. Nosotros estábamos listos para creer aquello que nos conviene, cuando se nos presenta del modo más directo y simplón posible.
Una historia en marcha
Me sorprende la escasísima atención (y me incluyo entre los culpables de favorecer tal injusticia) que todavía provoca el cine documental en la crítica. Como si sus relevancias fueran menores, o sus estelas de menor envergadura, las películas que tratan de explicarse la realidad, sin el uso de actores o de vuelos imaginativos, no reciben tantos comentarios ni tanta sagacidad.
Esto provoca una desigualdad. La primera: la presente. Salvados, el programa de Jordi Évole, ha evolucionado en una forma muy poderosa de lenguaje audiovisual. No hay en este país otra serie con un equipo técnico de posproducción mejor que el del programa del Terrat. Su aspecto visual es impecable, el uso de montajes paralelos o transiciones me deja boquiabierto semanalmente. Su impacto, estimo, no es televisivo: es muy probable que el futuro cine documental tenga en esta tanda un punto de referencia.
Salvados lo ha tratado todo y no siempre con éxito. En su voluntad de ser un pedagogo, el periodista dio voz a Arturo Pérez Reverte, quien soltó su habitual ristra de incoherencias y frases lapidarias en tono resolutivo, pero, también, ha sido capaz de convertir en material narrativo una serie de asuntos nada atractivos a simple vista.: la política penitenciaria, las políticas públicas en educación y sanidad y vivienda, la importancia de la soberanía energética.
Muchas veces, usando puntos de vista contrarios o siniestros, ver sus programas es, casi siempre, entender la realidad como un vehículo de decisión con el que ha logrado, estoy seguro, cambiar la dinámica documental en la pequeña y en la gran pantalla. Al asumirse como testigo y entrevistador, Évole juega muy bien un rol de cuasi alivio cómico.
Una extraña modestía
Me pareció, volviendo a la Operación Palace, un acierto que Évole centrase su mirada en José Luis Garci, quizás el cineasta más incomprendido y más tepranamente caducado de nuestro período de transición, el perfecto antagonista (estético y temático) de Pedro Almodóvar, el maestro que, pese a su polémica ocasional, sigue siendo (merecidamente) la figura central del cine nacional.
Garci está en el documental como acostumbra. Es decir, genial y sincero, con su usual sentido del humor. Pero ¿por qué eligió a éste cineasta? En 1982, estrenó su película más conocida 'Volver a empezar' (id, 1982) un relato muy simple en el que Garci creaba la ficción-catarsis de los intelectuales liberales y progresistas cuyas vidas habían desaparecido con el franquismo y en el exilio.
Al tiempo que haría público su desacuerdo y discrepancia progresiva con el entonces presidente Felipe González, Garci se afianzaría con una filmografía inconfundible. Las circunstancias (Cuanto menos cuestionables) de producción de una de sus peores películas, 'Sangre de mayo' (id, 2006) lo han llevado al olvido, aunque yo no olvide otras películas suyas, mejores y más logradas.
Garci es, en el falso documental, el cineasta escogido para representar el Golpe. Creo que ahí está la clave de Évole y la razón por la cual mi resoplido fue exagerado, un poco escéptico.
Es verdad que este país está a flor de piel, pero los medios no contribuyen a pensar la democracia, más bien la banalizan. Que el propio Évole sea el faro periodístico es una prueba.: su programa hace una labor de persuasión extraordinaria, pero el lenguaje televisivo y documental no podrá acercarse jamás al escrito. En el periodismo escrito, el de pieza larga, caben los datos, los testimonios, los contrastes, un tipo de trabajo que en televisión se debe sintetizar y adaptar al ritmo frenético o, al menos, ameno de toda narración audiovisual.
Evole, pues, asume una posición de Poder. Pero la cuestiona. Vale, cuestionando esa posición lo veremos más legítimo pero me parece un ejercicio inusual de salud democrática. Su documental no aclara nuestra conciencia sobre el 23F y se mueve en un terreno amigable, pero tampoco busca la reconciliación.
El tema de Operación Palace era la exhibición de Poder. Pero no se trataba de una exhibición de Poder excepcional, esa que va de Welles a Moore. Se trataba de una exhibición de Poder rutinaria, ante nuestros ojos, la gestación y producción constante de relatos espectaculares y verdaderos con los que saturamos nuestra mirada.
Que Évole haya pasado de ser un notable humorista a estar en el territorio del cineasta documental me parece una sorpresa. Pero que ese cineasta documental haya ofrecido una reflexión sobre cómo nos hemos acostumbrado a mirar me parece, sencillamente, una noticia estupenda.
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