Una de las primeras películas que llamaron mi atención en este sitio fue 'El club de los cinco' (The Breakfast Club, 1985). La he vuelto a ver, confieso. Merece la pena revisitar a John Hughes, aquí escribiendo, produciendo y dirigiendo, pues no todas sus películas han envejecido igual, ni todas me siguen pareciendo dignas de estima.
Pero vayamos a lo importante. Hay un artículo del New York Times, publicado en el año 2004, llamado "Cuando los perdedores mandaban en las películas adolescentes" que recoge una historia oral de Hughes, su fama y su lugar en la Historia del cine comercial. Sin que nadie pudiera prevenir su muerte, tan solo cinco años más tarde, el artículo recoge sinceros y hasta críticos testimonios de algunos de los protagonistas.
Molly Ringwald, la estrella que se apagó tras brillar con Hughes, confiesa su incomodidad con la escasa variedad racial de los repartos y con los estereotipos raciales que poblaban algunas de sus películas. También se menciona un cambio de personalidad del cineasta.: del cineasta cercano al hombre ejecutivo, una trayectoria que, profesionalmente, va de sus comedias adolescentes a la factoría de películas con niños solos en casa y demás travesuras.
La hemeroteca de Internet, afortunadamente, permite la conjetura y leo también este otro artículo, "John Hughes: sus películas hablan a los adolescentes", publicado también en el Times aunque, las fechas son importantes, en 1986, durante su reinado. El periodista, Thomas O'Connor, afirma al final: "Pero está receloso de hacer una película de su generación, como 'Reencuentro' (The Big Chill, 1983), básicamente por rechazo a escribir sobre sí mismo". La justificación que ofrece Hughes es que filtra sus experiencias a través sus películas.
Más allá de lo sorprendente (o no) de ciertas promesas, casi publicitarias (¡nadie diría que Hughes se convertiría en un escritor de mecánicos y cada vez más rudimentarios films para críos tras leer esta experiencia!) me interesa la justificación de Hughes porque se corresponde, enteramente, con la interpretación que en su día hizo Dave Kehr en las páginas del Chicago Reader.
Kehr afirmaba que la película explicaba a la generación de jóvenes de los ochenta "tan alineados y vulnerables como la generación de baby boomers de los sesenta". Esta ha sido mi sorpresa al revisar 'El club de los cinco' (The Breakfast Club, 1985). Creo que es una película adolescente fantástica solamente en lo superficial.
Fue así como la vi, y seguramente Kehr tenga razón: es una película que para ser completamente honesta debería transcurrir en 1964 y no en 1984. El guión, por otra parte, obvia cualquier mención a la coyuntura política, no solamente la presidencia de Ronald Reagan (que no se caracterizó por crear un país neutral), sino de cualquier otro tipo. Ni tampoco hay, por supuesto, evidencias de estar ante lo que son también los primeros jóvenes tras la contracultura de los sesenta y setenta. El episodio con la marihuana podría ser extrapolable a los cincuenta o a los sesenta y nunca se usa en un sentido específico.
Naturalmente, el guión de Hughes es muy efectivo, al situar en un plano dialéctico al feroz profesor, encarnado por Paul Gleason, acompañado del encargado de la limpieza que interpreta un estupendo John Kapelos, frente al grupo de adolescentes. Reduciendo espacial y visualmente la expresión de adultos frente adolescentes la película gana un enorme peso dramatúrgico, gracias a un instituto vacío en sábado.
Pero, insisto, no me gustaría interpretar el comentario de Kehr solamente como una maliciosa crítica al costumbrismo más o menos adecuado de la película, porque, por una parte, no tengo yo idea alguna del modo de vida norteamericano de los ochenta y, por otra, las películas siempre generan o inspiran actitudes, con lo cual todo lo que podría añadir a ese respecto es pedestre.
Lo que me gustaría aportar es más modesto. Creo que es una película adulta y no he reparado en ello hasta la revisitación. La razón por la cual explican a una generación como la anterior es porque, seguramente de un modo menos consciente que directo que otras propuesta, Hughes está hablando a su propia generación.
La película usa cinco arquetipos. El atleta (Emilio Estévez), el empollón (Anthony Michael Hall), la pija (Molly Ringwald), la loca (Ally Sheedy) y el carismático rebelde (Judd Nelson). Pero lo que ellos verbalizan en última instancia no es una angustia adolescente - donde la confusión nunca da paso a discursos épicos, ni a grandes epifanías, sino que el miedo se va materializando en esquinas más concretas de la existencia.
Lo que ellos verbalizan, al ponerse en común, es un miedo genuinamente adulto.: el miedo a olvidar quienes fueron y por qué, el miedo a no poder existir ni trascender más allá de sus ambiciones que saben pequeñas y ridículas, el miedo a repetir los pecados del padre, el miedo a envejecer y no tener otra oportunidad. Hete aquí otra cosa que he descubierto revisando la película y es que el tema de la misma es el miedo. Pero el miedo adulto a perder el control de nuestras vidas, a no ser capaz de soportar y entender su peso.
Diálogo soñado
La razón por la cual la película interpela más allá de la edad concreta es porque en ese espacio simbólico los adolescentes ejercen una función interesantemente irreal. Son los adolescentes de nuestra cabeza, aquellos a los que, en las horas más bajas del ánimo y del pensamiento, queremos hablar con nuestra voz del futuro y evitar así alguna que otra idiotez o crueldad, o, tal vez, evitar algún temor o complejo ahora incontestablemente absurdo al que tanto tiempo dedicaron en vano. Son los portavoces de un diálogo soñado y esta es, obviamente, una de las ventajas de la ficción.: que nos permite hablar con nosotros mismos sin que seamos los mismos.
Es muy posible que el fracaso de Hughes - también en adelante, pues en mi opinión ninguna de sus películas tiene el genuino hechizo de esta - fuera también su más evidente triunfo, por encima de sus muchas y ya señaladas limitaciones. En parecidos términos lo dijo mi compañero Sergio. Porque fracasó para dibujar personajes adultos y explicarse a sí mismo en aquel momento, pero, a cambio, nos regaló un pedazo del pensamiento de quien fue él o los que lo rodearon, con la amabilidad de invitar a otros espectadores, de países bien distintos al suyo, a que hicieran lo mismo.
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