“...preparáos para las batallas…”- Andrei Tarkovski (Esculpir en el tiempo)
Recientemente, con motivo de la publicación de la polémica biografía de Clint Eastwood a cargo de Patrick McGilligan, en la que el autor de origen irlandés lo más suave que dice del director de ‘Sin perdón’ es que es un tacaño incurable y que utilizó a las mujeres toda su vida, asistimos a un intento más de demonizar a los directores como criaturas capaces de cualquier cosa con tal de llevar a cabo sus proyectos. Leído ese texto, y otros, puedo llegar a comprender que algunos se echen las manos a la cabeza y se hagan los dignos, pero no puedo compartir ese punto de vista, porque me parece lo más normal del mundo. A poco que uno conozca el cine, es consciente de que tiene toda la lógica que muchos directores sean capaces de (casi) cualquier cosa, y muchas veces terminen siendo odiados por sus colaboradores.
En todas las escuelas de cine (y lo sé entre otras cosas porque asistí a dos de ellas, a cada cual más diferente), si lo que uno quiere es aprender (¿se puede aprender?) a ser director, o algo parecido, no faltarán los profesores (muchas veces profesionales de esta lamentable industria) que te expliquen multitud de aspectos necesarios para llevar a cabo tu futura profesión con alguna garantía. A saber: dirección de actores, planificación visual, unos mínimos conocimientos técnicos de cada una de las disciplinas mayores (fotografía, diseño de producción, guión, montaje…). Sin embargo, mucho antes que todo eso, creo que lo que deberían hacer es enseñar a los aspirantes a futuros cineastas a merendarse sin pestañear a cualquiera que se ponga en su camino, y a darse cuenta de que su aún no probado talento importa menos que su astucia y su falta de escrúpulos.
Ignoro cuántos de nuestros lectores habrán, al menos intentado, dirigir una película alguna vez, siquiera un cortometraje. Los que posean esa experiencia podrán atestiguar que, desde el mismo momento, como una confabulación cósmica, en que uno decide llevar a cabo un proyecto, pareciera que el universo entero se pone de acuerdo para complicarte la existencia, como si tu futura película estorbase en el futuro devenir del mundo. Esto es una verdad incontestable. Es lo que Truffaut llamó “una multitud de trampas” por las que muchos aspirantes a cineastas han tirado la toalla o directamente han sido incapaces de culminar su película.
Mentir, robar, matar…o casi
Todo eso de aprender a dirigir actores, a emplear con sensatez los objetivos de cámara para narrar con mayor eficacia tu historia, a coordinar los distintos departamentos de tu producción para que ninguno de ellos comprometa el equilibrio de la película, todo eso está muy bien…pero importa poquito. Es mucho más determinante la capacidad de ciertos cineastas de venderle su historia al más escéptico inversor, de camelarse a un actor en horas bajas o de fabricarse una máscara que interceda entre el mundo real y uno mismo. Todo eso como poco. Cuando un director dirige, muchas veces deja de ser un artista, es al mismo tiempo psicólogo, ladrón (de ideas y de más cosas), político, sociólogo (casi imposible llevarse bien con todo el mundo), zalamero, prostituta, maquiavélico manipulador, seductor consumado, mártir, comandante nazi, víctima, amigo, traidor, y, en suma, un superviviente.
Pero la cosa no acaba ahí. Recuerdo una conferencia que dio Elia Kazan, uno de los director-autores más complejos del cine americano, sobre el oficio de director de cine, que iba mucho más allá de lo que yo estoy afirmando cuando decía que un director debía tener unas piernas de un jugador de béisbol, porque pasa de pie gran parte del día y no puede permitirse el cansarse. También la firmeza de un entrenador de animales, obviamente de tigres. Y Kazan asegura que un director no puede llamarse director si no conoce la música, y a fondo, así como la danza, la decoración de escenarios, la ópera, y por supuesto la literatura, un arte que debe olvidar cuanto más lo aprenda, porque un director piensa en imágenes, mientras que un escritor piensa en palabras.
Todo eso y mucho más, claro. Algunos ni siquiera sospechan lo que hace un director en un set. En realidad, tampoco lo sabrían si estuvieran presentes en el rodaje, pues hay muchos tipos de directores, y muchos tipos de rodajes. Una vez están tirando planos, la responsabilidad del director es quedarse en el combo (el monitor/monitores gracias a los cuales puede comprobar si todo va bien), y en caso contrario dirigir a los actores y poco más. Pero antes de cada plano seguro que habla con sus jefes de equipo, y con otros subalternos, y tiene que demostrar todos los conocimientos y personalidades de las que estamos hablando. Muchas veces con la clara oposición de alguno de ellos. Ya lo decía Kubrick: “dirigir una película es como escribir ‘Guerra y Paz’ subido a una montaña rusa”. Tal cual.
Dirigir una película es una guerra, y la batalla no termina hasta el día del estreno. Todas esas bobadas del “glamour” (verdadero opio para el pueblo), no tienen nada que ver con la realidad, muchas veces desoladora, de un rodaje. No son de extrañar, por tanto, las muchas historias sobre directores tiránicos que imponen su criterio con malos modos, mientras que los casos como los de Ernst Lubitsch (a quien los actores adoraban) son más bien una excepción. Por algo en los rodajes suele instalarse un falso “buenrollismo”, por algo se inventó esa patochada del glamour, para que los pobres incautos crean que uno va a dirigir una película subido a una limusina.
¿Que Andrei Tarkovski le pegó un tiro a un caballo en ‘Andrei Rublev’ (algo confirmado y desmentido el mismo número de veces? ¿Que Luis Buñuel hizo lo propio con un cabra en ‘Las Hurdes’? ¿Que Francis Ford Coppola mandó descuartizar a un animal para el climax de ‘Apocalypse Now’ aparte de ordenar pasta fresca desde Italia todas las semanas? ¿Que Kubrick desquició a Cruise o a Keitel, que se largó de la producción, durante el rodaje de ‘Eyes Wide Shut’? ¿Kurosawa gastó centenares de miles de litros de agua para ‘Rashomon’? De acuerdo. ¿De qué se extrañan? Son cineastas.