Muchos se jactan temerariamente de controlar los recursos que provocan miedo en una pantalla, aunque en verdad muy pocos lo logran. El miedo es una de las sensaciones o emociones más primarias del ser humano, que le iguala con buena parte del reino animal. Por tanto, muchos directores darían su brazo derecho por manejar realmente sus resortes, ya que cualquier cineasta quiere provocar una emoción tan universal y al parecer tan compleja de representar e inducir, sabiendo que formará parte de un selecto grupo de artistas que escasea. Más que un género, palabra que designa etiquetas comerciales que muchas veces llevan a confusión, el terror o el horror son una forma de arte primordial, que explora como quizá ninguna otra nuestro interior más insondable, nuestros instintos más oscuros e irrefrenables, pero también nuestra capacidad de enfrentarnos a esos miedos, nuestra posibilidad de extraer fuerzas cuando ya no quedan, de sonreir y escupirle al destino cuando todo parece perdido.
Se puede tener miedo a infinidad de cosas, pero no existen infinidad de cosas que provoquen miedo en una pantalla. Como reacción física, el miedo nos previene de un peligro fisiológico inminente, aprendido con anterioridad, y nos ayuda a evitarlo. Pero como reacción psicológica, el miedo es mucho más potente, multiforme e incapturable. Algunos artistas se han pasado la vida averiguando cómo influir en la mente de sus espectadores, convertidos en cobayas de buen grado, encantados con ser torturados con su propio miedo. Hay algo ahí sadomasoquista realmente fascinante: individuos a los que les pagan para hacer sufrir, para torturar psicológicamente, a otros individuos que pagan dinero por ello. Se puede tener miedo a lo que se ve, pero mucho más a lo que no se ve (o como el propio Ralph de ‘Los Simpson’: “miedo al miedo a la oscuridad”), y nada nos provoca más miedo que lo desconocido o incomprensible. Quizá por eso la muerte, ese lugar del que al parecer nadie ha vuelto, es el mayor miedo de muchos seres humanos. Aunque otros le tienen más miedo a la vida.
Por un lado, el miedo nos hace más débiles, pero el miedo también nos convierte en monstruos, como en el proverbial ‘Carrie’ (id, Brian De Palma, 1973), en el que los monstruos (mezquinos y cobardes adolescentes) se convierten en corderitos cuando averiguan que se han reído de la persona equivocada. Lo más interesante es lo bien que lo pasamos identificándonos con una demoníaca muchacha con poderes psíquicos, masacrando a todos sus compañeros. La que más miedo pasa es Carrie y por eso llega el infierno, como ya cincuenta años antes, intuimos que el vampiro de ‘Nosferatu, el vampiro’ (‘Nosferatu, eine Symphonie des Grauens’, F. W. Murnau, 1922) es un ser patético y solitario que siente miedo de todo y de todos, y que por eso provoca pavor y hace desembarcar el infierno en Londres. Casi siempre que alguien confecciona una lista con las más grandes películas de terror, incluye a estas dos obras maestras, y algunas más proverbiales. Pero realmente hay muy pocas.
¿Miedo yo?
Supongo que la mayoría de los lectores, cinéfilos de pro y gente con cultura, sabrán distinguir entre miedo y susto, y entre el impacto fácil y la construcción coherente. Demasiadas películas de terror se basan en un diseño de producción vistoso y en el susto fácil, creando un impacto que se olvida a los cinco minutos. Las grandes películas de miedo las recordamos toda la vida. ¿Y qué poseen en común, bajo mi punto de vista, esas grandes películas? Pues para empezar una puesta en escena muy precisa, destinada a destruir, paso a paso, sin prisa y con luctuosa pasión, las defensas del espectador, hasta no dejarle ninguna, para luego ensañarse con él. En las mejores películas de terror se lleva a cabo este ejercicio con mayor o menor intensidad. Una de las más famosas, ‘Alien, el octavo pasajero’ (‘Alien’, Ridley Scott, 1979) se encarga bien de desquiciarnos los nervios hasta agotarnos, gracias a un uso de la música y el sonido realmente notable. Si ya cuando exploran la nave alienígena, estamos agotados de la tensión, una vez aparece el monstruo, bastante más adelante, nos sentimos tan impotentes como los personajes que se enfrentan a él.
Algo parecido, aunque en menor grado, sucedía en ‘El exorcista’ (‘The Exorcist’, William Friedkin, 1973), y mucho mejor en ‘La semilla del diablo’ (‘Rosemary’s Baby’, Roman Polanski, 1968), en la que el genio polaco ofrecía una parábola del parto como llave a lo desconocido, y hasta lo infernal, y se pasaba un par de horas construyendo un elaboradísimo guiñol en el que nada es lo que parece. Porque nada alimenta más el miedo que una sensación de amenaza continua, coherente, sin fisuras, con la que nuestra mente va desterrando toda esperanza, más aún si la amenaza surge del seno de lo cotidiano, que es el aparato al que nos aferramos para creer en una normalidad. Las proverbiales ‘Suspiria’ (id, 1977), entre varias de Darío Argento, ‘Suspense’ (‘The Innocents’, Jack Clayton, 1961) o ‘Los pájaros’ (‘The Birds’, Alfred Hitchcok, 1963) jugaban a la parábola con menor sutilidad, pero también con gran potencia. El hombre como una mota infinitesimal, al capricho del reino animal, de fantasmas (reales o imaginarios), o de sus propios demonios interiores.
Puede que en lo gótico, no haya existido un director sobre el miedo más completo que James Whale, y en lo poético otro artista de la talla de Jacques Tourneur. El miedo nunca alcanzó cotas tan elegantes y refinadas como en ‘El doctor Frankenstein’ (‘Frankenstein’, 1931), ‘El hombre invisible’ (‘The Invisible Man’, 1933) y ‘La novia de Frankenstein’ (‘Bride of Frankenstein’, 1935), del primero, en las que se exploraba en las románticas y dolorosas consecuencias de la ciencia mal aplicada; ni semejante lirismo mezclado con fatalidad en ‘La mujer pantera’ (‘Cat People’, 1942) y ‘Yo anduve con un zombie’ (‘I Walked with a Zombie’, 1943), poemas visuales en los que Tourneur hacía de la cámara una herramienta narrativa a la altura de la música o la literatura a la hora de filmar el miedo. Otros, como Don Siegel, nos paralizaron de pavor por la certeza de que el otro siempre es el enemigo, y de que pocas cosas existen más amenazantes y turbadoras que la soledad y la incomprensión, en una obra maestra en la que lo que menos importa, finalmente, es su supuesto contenido político: ‘La invasión de los ladrones de cuerpos’ (‘The Body Snatchers’, 1956).
El problema del miedo es que lo que funciona ahora, es posible que dentro de veinte años esté totalmente superado. Cualquier director es consciente de eso, y se prepara para que sus influencias también se vean ridiculizadas. ¿Quién sabe si dentro de veinte años la gente se reirá de ‘Alien’? Cineastas tan dispares como Terence Fisher o M. Night Shyamalan nos preparan para la muerte o nos hacen la vida un poco más oscura. Fisher, un experto en jugar con los espacios, los detalles, y Shyamalan, un alquimista de la sugerencia y la imaginación como potencia suprema. Los vampiros del primero y los atormentados hombres corrientes en situaciones perturbadoras del segundo, van a sostener el paso del tiempo porque además en su cine late una profunda emoción, y el miedo que sus personajes experimentan es atemporal y universal, y eso es algo dificilísimo de conseguir, que nada tiene que ver con fórmulas de laboratorio, y mucho más con la mirada libérrima y vitalista de estos dos directores y otros nombrados más arriba.
Porque para conocer los recursos del miedo es imprescindible conocer los resortes emocionales del hombre, del espectador, y eso implica una cultura y una inteligencia enormes, y saber aplicarlos narrativamente. Por eso me sorprende la extrañeza ante buena parte de la obra de David Cronenberg o David Lynch, ya que ambos han demostrado, cada uno a su estilo, ser capaces de indagar con lucidez en las pesadillas más recurrentes del ser humano. Pero todos ellos, Cronenberg, Lynch, Shyamalan, Fisher, Siegel, Tourneur, Whale, Murnau, Argento, Friedkin, Hitchcock, Polanski, Scott, De Palma, y muy pocos más, son miembros de una casta cuyos secretos no se transmiten, sólo se disfrutan, y quién sabe si podremos añadir algunos nombres más en el futuro. Ellos controlan los resortes del miedo, mientras otros se preguntan de dónde los obtuvieron, pacto con el diablo o sueños siniestros.