A lo largo de los más de cien años de historia del cine han existido, sobre todo a partir de los años treinta, muchísimos directores de fotografía, a los que también llaman operadores jefe, destacados, excepcionales o célebres, que han competido con el mismo director de la película, por muy insigne que éste fuera, en autoría y en importancia a la hora de valorar el resultado final de su trabajo en común. Uno de los más destacados de la segunda mitad del siglo XX fue con toda seguridad el tristemente fallecido (en 1992, a la temprana edad de 61 años, víctima del sida) operador Néstor Almendros, de origen español, que durante poco más de tres décadas forjó alguna de las imágenes más imperecederas del cine europeo y norteamericano, verdadero maestro de muchos operadores ahora en activo, ineludible influencia e inspiración a pesar de que muy pocos de los títulos en los que trabajó fueron grandes éxitos y de que no es de esos operadores que llamen la atención sobre su propio estilo, en el caso de tenerlo, sino que participó en un cine más artístico y de que siempre se plegó a las necesidades de sus realizadores.
Nacido en Barcelona un 30 de Octubre de 1930, emigró en un barco, contando 17 años, a Cuba. Y mientras estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana empezó a escribir muchísima crítica amateur y a conocer a otros que amaban el cine tanto (o casi) como lo amaba él. Tanto escribió, y con tanta pasión, erudición y rigor, que terminó por escribir en algunas de las revistas más importantes de Cuba (‘Carteles’, ‘Bohemia’, el periódico ‘Revolución’...) y llegó a estudiar cine, pasando un año en Europa. Se convertiría, contra todo pronóstico, en uno de esos críticos que posteriormente se hacen cineastas, pero en lugar de dirigir películas, se hizo director de fotografía, un oficio para el que parecía haber nacido y que muy pronto le situó muy cerca de la élite cultural europea y americana, conscientes muchos de sus amigos y colaboradores de que Almendros era un hombre de una cultura, una destreza técnica y una pasión que muy pocos podrían igualar. Su legendaria carrera arrancaba por tanto en los años sesenta, y muy pronto quedó claro que iba a ser una carrera legendaria.
Gracias a la lectura de un libro magnífico, titulado ‘Cinemanía. Ensayos sobre cine’, que recopila muchos años de trabajo crítico de Almendros (para eso están los amigos, para que le presten a uno libros estupendos como este), he llegado a acceder a un pensamiento analítico realmente notable y con el que me siento muy identificado (y no solamente por su desprecio al cine doblado). Casi al mismo tiempo que su admirado Truffaut, Almendros destacaba como escritor sobre cine antes de pasar a ser un profesional destacado del medio. Hay en este libro algunos ensayos apasionantes, como su repaso a la situación del cine español a mediados de siglo, como su vehemente defensa del cine latinoamericano, su profundo conocimiento del cine ruso y japonés, todo ello preñado de una forma muy original y personal de acercarse al cine, con ideas que nada tienen que ver con los lugares comunes que esgrimen tantos ensayistas sobre cine. Muy al contrario, sus apreciaciones sobre el western, sobre la industria, sobre los directores, nacen de un sentimiento íntimo e inimitable, de un buen gusto innato, y de una necesidad de encontrar el propio camino expresivo que se tradujo más tarde en su labor como director de fotografía.
Su colaboración con el intelectual Rohmer y con el humanista Truffaut fue muy extensa. A ellos les regaló algunas de las mejores imágenes que inventó jamás con su cámara. Personalmente, siento devoción por la imagen falsamente simple de ‘El pequeño salvaje’ (‘L’enfant sauvage’, Truffaut, 1970), para la que creó una luz muy suave y muy natural, exenta de divismo y de exageración, pero que actuaba a un nivel muy psicológico, muy anímico. Esta luz fue la que admiró Terrence Malick y que provocó su llamada para hacer la luz de ‘Dias del cielo’ (‘Days of Heaven’, 1978). Pero antes de firmar la impresionante fotografía de esa película, y de convertirse en el primer operador de origen español en ganar un Oscar, ya se había convertido en el puntal de los rodajes de Rohmer y Truffaut, había iluminado la última película de su venerado Roberto Rossellini, había hecho varias con un joven y siempre combativo Barbet Schroeder, y en general había llevado una década de los setenta frenética de trabajo y en la que su prestigio subió a toda velocidad, después de verse obligado a trabajar casi de cualquier cosa para sacar adelante sus estudios de cine en Nueva York.
Para Almendros, el mejor director es el que sabe escuchar, extrayendo lo mejor de todos sus colaboradores. Y la mejor fotografía es la más sutil, tanto en exteriores como en interiores, que sepa exprimir del ambiente todas sus cualidades narrativas y poéticas. Por eso él nunca fue célebre por impresionar sino por mostrar (sus dos padres eran pedagogos), por enseñar, por darnos la belleza del mundo tal cual, por muy horrible que fuera a veces esa belleza. Buscaba siempre la forma más sencilla y más directa de iluminar, por mucha dificultad técnica que ello conllevara. Por eso triunfó tanto en ficción como en documental, y en todos los géneros. Y por eso le daba igual un equipo y un presupuesto pequeños a otros más grandes, porque su filosofía de trabajo y su búsqueda estética era siempre la misma: contar la historia de la mejor manera posible. Su forma de emplear la luz natural sólo encuentra un equivalente actual en el ya veterano y genial Eduardo Serra, cuya deuda con el maestro Almendros es más que evidente. Muchas veces su técnica consistía en comprender la naturaleza de la luz en un ambiente determinado, y luchar para que esa naturaleza llegue a captarla la cámara, reforzando su intensidad y su calidad.
Durante los años ochenta, ya convertido en operador estrella por su trabajo con Malick, fue nominado de nuevo al Oscar por películas que iluminó para Robert Benton, Alan J. Pakula y la flojísima pero de luz irrepetible ‘El lago azul’ (‘The Blue Lagoon’, Randal Kleiser, 1980), aunque no se dejó tentar demasiado por las ofertas que venían de Hollywood, sabiendo elegir bien los proyectos, y regresando siempre que podía a los rodajes de Truffaut (que moría en 1984) y de Rohmer, con quien colaboraría por última vez en 1983. Su complicidad con Robert Benton fue notable, a lo largo de varias películas (la última que hizo fue con él), pero más notable fue aún su colaboración con Martin Scorsese, quien no en vano prologa el libro del que antes hablábamos, y que le llamó para su magistral ‘Apuntes del natural’ (‘Life Lessons’, 1989) y para varios spots de la firma Armani, así como un corto documental sobre el diseñador. Cumplió, además, algunos sueños llevando a cabo documentales sobre John Lennon y Charles Chapllin.
Como director, también destacó en el documental. Los más recordados fueron los dos que llevó a cabo como crítica al régimen castrista. El primero, ‘Mauvaise conduite’ (1984), codirigido con Orlando Jiménez Leal, sobre la persecución de la comunidad gay en Cuba. El segundo, ‘Nadie escuchaba’ (1987), codirigido con Jorge Ulla, sobre los abusos de los camaradas de Castro y el fracaso total de la revolución en esa desgraciada isla. Lástima que Almendros falleciera en la flor de la vida, debido a una de las plagas más despiadadas de los últimos siglos. Ahí queda su trabajo como el ejemplo de un poeta para el que no había arte sin humanidad ni dignidad. Uno de los verdaderos grandes operadores de las últimas décadas. Más abajo, os incluyo una interesantísima entrevista en España, en el programa ‘A fondo’ de Joaquín Soler Serrano. He de avisar que la parte número 4 se ve muy mal, pero puede dejarse el audio mientras uno sigue con sus quehaceres, y así la cultivada voz y la profunda experiencia de Almendros será el colofón a este artículo.