“Estoy seguro de que si algún mérito tengo, es saber servirme de mis ojos, que conducen a las cámaras en la tarea de aprisionar no sólo los colores, las luces y las sombras, sino el movimiento que es la vida.”
Hace algunos días, un amigo me contó que, a finales de la década de los noventa, él tuvo la oportunidad de conocer a Gabriel Figueroa. Sería no mucho antes de su fallecimiento. Fue en la Filmoteca de Madrid, a la que había acudido Figueroa para hacer una presentación de algunas películas que llevaban su firma, y para que algunos tuvieran la oportunidad de charlar con una leyenda del cine. Una de las de verdad, no de esas que por tener dos éxitos masivos ya piensan que merecen un lugar en el Edén del Cine. Me contaba también, mi amigo, que aquél día fue algo vergonzoso: apenas sí se habían reunido una docena de personas entre los asistentes. Eso sí, todos ellos entregados a las palabras y al rostro de uno de los más legendarios directores de fotografía americanos de todos los tiempos. Lo más seguro es que por aquél entonces yo ni siquiera fuera mayor de edad, pero recuerdo bien que ya había visto ‘El fugitivo’ (‘The Fugitive’, John Ford, 1947) y me había quedado alucinado con la luz y el estilo fotográfico de esas imágenes tan estilizadas.
Figueroa fue, durante bastante tiempo, un operador no demasiado considerado, ni siquiera por sus colegas, que encontraban en él a un profesional todo terreno algo mecánico y repetitivo. Pero hacia las décadas de los sesenta y setenta (probablemente, las más importantes de la historia del cine mundial, a todos los niveles) muchos comenzaron a apreciar debidamente el inmenso talento de este fotógrafo, cuando ya había filmado un gran porcentaje de las más de doscientas películas (se dice pronto) que llegaría a iluminar. Es decir, cuando ya ingresaba en la ancianidad muchos comenzaron a ver sus películas mexicanas y norteamericanas con otros ojos, dándose cuenta de que nadie había filmado México como él, de que pocos se acercaban a su pericia con el blanco y negro, de que había contribuido de manera enorme al desarrollo de la industria y los profesionales de su país, de que había triunfado en todos los géneros, con todo tipo de historias y directores, a un lado y a otro del Río Grande.
Maestro del Blanco y Negro
Algunos están en el lugar correcto, en el momento idóneo. Pocos tiempo después de descubrir la fotografía y empezar a dedicarse a ser Foto Fija en diversos rodajes como ‘Almas encontradas’ (Raphael J. Sevilla, 1933) o ‘Sagrario’ (Manuel Peón, 1933), fue uno de los elegidos por Hawks para ser operador de cámara en ‘Viva Villa’ (‘Viva Villa!’, Jack Conway, con William A. Wellman y Howard Hawks no acreditados, 1934), en la que Wallace Beery encarnaba al héroe mexicano. Pero su debut como operador jefe, como director de fotografía, sería ‘Allá en el Rancho Grande’ (Fernando de Fuentes, 1936), en la que conocerá a Emilio Fernández, que le valdría su primer premio importante, en Venecia. No podía empezar su carrera con mejor pie, durante esos primeros años empezó a trabajar en cada vez más proyectos, llegando a filmar quince títulos en cuatro años. Pero su consagración internacional llegaría en los años cuarenta, en los que fue el director de fotografía de nada menos que cincuenta y seis largometrajes. Antes se aprendía de una única forma: trabajando.
En su larga carrera hay prácticamente de todo. Un setenta por ciento en blanco y negro, y el resto en color. Pero nunca brilló tanto como con el primero, que es referencia ineludible para todos los operadores posteriores que han tratado de mostrar un bello y blanco cielo nublado, un paisaje desolado, o el violento irrumpir de una fuente de luz natural en un interior, por ejemplo. Los dos directores más célebres con los que compartió más de una película y, probablemente, una visión del mundo, fueron Emilio “El Indio” Fernández y Luis Buñuel, pero a partir de los cincuenta su carrera se diversificó mucho y llego a filmar con aisuidad en Hollywood. Eso sí, siempre tratando de que fueran películas que pudieran aportarle algo a su carrera. Con Emilio Fernández, a través de muchas películas, se propuso retratar un México que, desde la presidencia de Lázaro Cárdenas, trataba de recuperar sus raíces y sus esencias. Y con Buñuel, exiliado involuntario a ese país, fue el retratista de algunos de los parajes psicológicos más oscuros de su tierra.
De todas las películas en las que compartió la creación de las imágenes con Fernández, hay algunas realmente buenas, como ‘La malquerida’ (1949), con Dolores del Río y Pedro Armendáriz, o ‘Río escondido’ (1948), con María Félix y Carlos López Moctezuma. Pero quizá los mejores trabajos de Figueroa para el salvaje “El Indio” Fernández, un hombre tumultuoso y hasta violento que, sin embargo, escondía a un cineasta de raza, fueros los de ‘La perla’ (1947), sobre la novela de John Steinbeck y que le valió un Globo de Oro, y la de la película más recordada de ese director, ‘María Candelaria’ (1944), también con Dolores del Río y Pedro Armendáriz, que fue un fabuloso éxito y Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes. Si solamente hubiera trabajado con Fernández, Figueroa sería ya una leyenda, pero su carrera tenía mucho más que ofrecer, y ‘Los olvidados’ (1950) fue buena prueba de ello. Dudo que la película de Buñuel hubiera sido tan impactante sin este operador. Ambos llevaron las bases del Neorrealismo Italiano más lejos que nadie, y le dieron nueva forma.
No es de extrañar que Buñuel le llamara para dos de sus obras maestras: ‘Nazarín’ (1959) y ‘El ángel exterminador’ (1962), en las que ambos renegaban de cualquier estilo visual academicista o canónico para elaborar el más crudo blanco y negro, quizá más descarnado de lo que nadie lo ha convertido jamás. La cámara de Buñuel se volvía más precisa que nunca, y la luz de Figueroa, que dicen había aprendido algunas lecciones nada menos que de Gregg Toland, iluminaba más que nunca las oscuridades del hombre. Pero bastante antes, Figueroa había sido llamado por John Ford para su aventura mexicana ‘El fugitivo’ (‘The Fugitive’, 1947). Ford, que jamás fue un director clásico, ni academicista, ni canónico, entre otras cosas porque se preocupó mucho de no serlo, le pidió a Figueroa, veinte años después de su defunción, que “resucitase” los claroscuros del expresionismo alemán. Muchos críticos americanos (algunos de ellos, como se puede comprender, entre los más incompetentes y venales de todos los tiempos) se echaron las manos a la cabeza. El resultado: un filme fascinante, una verdadera rareza en la filmografía de Ford y Fonda, una imagen hipnótica en la que cada brillo, reflejo, sombra quiere y dice miles de cosas.
En 1970 trabajó en dos películas consecutivas con el Clint Eastwood actor, ‘Dos mulas y una mujer’ (‘Two Mules for Sister Sara’, Don Siegel) y ‘Los violentos de Kelly’ (‘Kelly’s Heroes’, Brian G. Hutton), y también llegó a repetir con John Huston en ‘La noche de la iguana’ (‘The Night of the Iguana’, 1964) y ‘Bajo el volcán’ (‘Under the Volcano’, 1984), ya cuando su carrera tocaba a su fin. Pero nunca volvió a ofrecer lo mejor de sí mismo como en su etapa mexicana, como con Fernández, Buñuel y Ford. Premio de las Bellas Artes en Mexico, su gran triunfo fue haber sido capaz de establecer un estilo visual propio a través de muchas décadas y de muchos trabajos, algo sólo al alcance de muy pocos.
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