Un año más estamos a las puertas de otra entrega de los Globos de Oro, y a las puertas de que en todos los medios de comunicación empleen la manoseada expresión de “la antesala de los Oscar” (brrrr, qué tiritera me da repetirlo). Un año más se reúnen los mandamases de la industria cinematográfica más poderosa de todas (con permiso de Bollywood, que no puede decirse que exporte muchas maravillas…) para entregarse premios a sí mismos, después vender el suceso a todo el mundo, mientras se autoproclaman (seguramente lo sean) los amos y señores del universo audiovisual. Vale, bien. Y un año más, para qué negarlo, vamos a estar todos pendientes de cuáles son los elegidos y cuáles los perdedores, y si estos premios confirman nuestros gustos o se decantan por otros, y si las estrellas saben vestir con algo de buen gusto. Americanizados todos como estamos, el Oscar es algo así como el faro estético para mucha más gente (ahora menos, pero sigue siendo mucha) de lo que pareciera.
Dicen que todos los premios literarios, desde el Nadal al Cervantes, pasando por el más insignificante premio provincial, o están comprados, o dependen de grupos de presión llamados editoriales, o se reparten siempre entre los mismos. Si esto ocurre en la literatura, mucho más en el cine, y si los festivales a menudo adolecen de colegueo (Tarantino dándole dos premios a de la Iglesia en la última Mostra Internazionale D’arte Cinematográfica) en los premios anuales de una industria se entra de lleno en esa palabra tan fea que empieza por “p” y acaba por “a”. Acertó el lector: política. Todos, desde los Goya hasta los Oscar, son absolutamente absurdos porque son una industria dándose bombo a sí misma, en lugar de preocuparse por lo que, en teoría, a todos nos interesa: el cine. Luego hay niveles. Como decía Juan Luis en su crítica de ‘También la lluvia’ (Icíar Bollaín, 2010), que las películas del presidente y la vicepresidenta tengan tantas nominaciones, apesta.
Hay más niveles. Por ejemplo, el de los absurdos premios Bafta, de la industria británica, siempre dispuestos a ir de la mano de los estadounidenses cuando les conviene, y que suelen nominar a muchas películas norteamericanas que serán nominadas en los Oscar y en los Globos de Oro con la excusa de que cuentan con equipo británico, y que disponen, menos mal (nótese la ironía, por favor) de una categoría de mejor película británica, que a nadie le interesa un pimiento. Pero yo creo que el nivel de absurdo total le cuadra a los Globos de Oro, que desde 1944 se entregan sin faltar un año, salvo el de la huelga de guionistas de 2008, y que debido a su calendario se anticipan un mes y medio (antes era incluso más) a los Oscar. Uno no sale de su asombro cuando averigua que estos premios los entrega la HFPA (la Hollywood Foreign Press Association), es decir, la asociación de prensa extranjera acreditada en Hollywood. Y no salgo de mi asombro debido a la enorme importancia que les concede la industria de Hollywood a unos premios que concede gente con sede en otro país, y que, casualmente, coinciden con sus propios gustos. ¿Milagro o fraude? Espera que lo pienso.
Casi todos los años llegan rumores de las enormes presiones que los pobres periodistas europeos, africanos, asiáticos o sudamericanos, sufren por parte de las grandes sucursales bancarias (llamémoslas productoras de Hollywood), y de las maniobras arteras de la NBC para hacer rentable el negocio. ¿Acaso le sorprende a alguien? Sus portavoces se defienden a capa y espada, como no podía ser de otra manera, proclamando a los cuatro vientos su honestidad e independencia. Yo no me la creo, aunque es respetable que otros sí lo hagan. Pero ¿quién se acuerda un par de años más tarde de la película que se llevó un par de Globos de Oro? Yo creo que nadie. En comparación, los premios que entregan a las disciplinas televisivas, aunque siguiendo la estela de los Emmy, son bastante más recordados y provocan un mayor impacto en esa industria. Recuerdo el clamor por el premio a Rachel Griffiths (realmente le quedaba pequeño el globo chapado en oro) en la segunda temporada de ‘A dos metros bajo tierra’ (‘Six Feet Under’, Alan Ball, 2001-05). Por lo demás, da la impresión de que los actores acuden a esa gala para probarse la marca de ropa que lucirán en los Oscar, y porque pueden beber todo el alcohol que quieran, rodeados de su equipo, mientras que en los Oscar han de quedarse sentados cuatro horas sin poder probar una gota.
Este año las nominaciones son el cúmulo de disparates (siempre para el que esto suscribe) habitual. No ha sido una temporada especialmente prolífica en grandes títulos mainstream, y los chistes (las candidaturas de ‘The Tourist’ o ‘Alicia en el país de las maravillas’) eran inevitables. Tanto ‘Origen’ (‘Inception’, Christopher Nolan) como ‘La red social’ (‘The Social Network’, David Fincher), constituyen las apuestas fuertes del año, la primera con una vertiente más épica y la segunda como ejemplo de cine de autor norteamericano. A su lado, la película británica destacada del año, ‘El discurso del rey’ (‘The King’s Speech’, Tom Hooper), que no puede faltar, y aún falta por averiguar cuál será la película “pequeña” del año, para que todos se queden contentos.
Independientemente de quién gane, las nominaciones a los Oscar, que se conocerán a finales de mes, seguirán a los Globos en un setenta y cinco por ciento. Gracias a eso, la escasa emoción que poseen estos premios, desaparece por completo, sumado al politiqueo al que antes aludía, que obliga a actores y directores de los títulos importantes, a un delirante calendario de entrevistas, foros, shows, presentaciones, marketing salvaje, para arañar algunos votos más. Gracias a todo esto, los insultos que los Oscar representan al cine, se suceden año a año. Pantomimas como el Oscar birlado a Gérard Depardieu por su papel en ‘Cyrano de Bergerac’ (id, Jean-Paul Rappeneau, 1990) por cierto pecado de juventud; como que ‘Chicago’ (id, Rob Marshall, 2002), ‘El retorno del rey’ (‘The Return of the King’, Peter Jackson, 2003) o ‘Crash’ (Paul Haggis, 2005) se impongan a ‘El pianista’ (‘The Pianist’, 2002), ‘Mystic River’ (id, Clint Eastwood, 2003) y ‘Brokeback Mountain’ (id, Ang Lee, 2005).
Lo peor no es todo esto, lo peor es que los veremos o estaremos muy pendientes de ellos. Personalmente, no me interesan en absoluto, pero seguro que caigo un año más. Ya me pasmaré a la mañana siguiente de que le concedan su primer Oscar a Fincher por la interesante ‘La red social’, o de que se alce con él Nolan por un filme muy inferior a ‘El caballero oscuro’ (‘The Dark Knight’, 2008), y supongo que me alegraré bastante de que el bueno de Colin Firth le premien, como parece bastante seguro que ocurrirá. Y ya que está bastante claro que los jefazos de Hollywood no piensan que merezcamos una pizca de emoción, de sorpresas o de valentía a la hora de premiar, como además parece que los Oscar ya han desterrado para siempre su enorme capacidad para descubrir, apoyar o relanzar talentos; como cada año la ceremonia es más larga y más aburrida, desde Blogdecine declaro mi total admiración por todos aquellos que se quedarán hasta las siete de la mañana tragándose el bodrio televisivo más grande del año.