Fetiches

Como muchos otros espectadores, no he dejado de preguntarme durante muchísimo tiempo por la tremenda excepción que supone en la Historia del Cine una figura como Stanley Kubrick. No deja de ser menos cierto que el adjetivo "irrepetible" se oye o se lee con cierta frecuencia cuando aparece algún nuevo artículo sobre él.

La presencia de estupendos estudios académicos sobre el cineasta norteamericano - como el de James Naremore - o de una biografía oficial más o menos completa y excelentemente documentada - como la que firma John Baxter - han ayudado, indudablemente, a que Kubrick se convierta en algo más que en un cineasta con un corpus de trabajo fílmico impresionante: en un auténtico y genuino mito, cuyas anécdotas leemos y repetimos con pasión.

Durante mucho tiempo, en mis años más ingenuos, me preguntaba por la razón por la cual no surgía una figura como Kubrick en la Historia del Cine. Muchas eran las razones obvias que me venían a la mente. ¿No era acaso Kubrick un cineasta marcadamente europeo? Sus generaciones posteriores no han sido así, de hecho, el cine norteamericano es ahora el masivo tanto en espectadores como en nuevos cineastas. Cabe señalar que las nuevas estéticas y voces asiáticas han jugado un gran papel en el cine de autor, cuya influencia está todavía por determinar.

Pero también Kubrick es un modelo extraño de cineasta. Para empezar, se tomaba muchos años para trabajar, algo que solamente se puede hacer con una buena fortuna y la complicidad de estudios de cine y productores. Para continuar, era un intelectual, de formación sólidamente europea, acaso el más europeo de todos los cineastas: conocía a Stendhal, tal vez su novelista favorito, tan bien como la palma de su mano, le apasionaban los novelistas rusos, la fotografía, la pintura del siglo diecisiete y diecicocho y reconocía a Kafka como la imaginación más importante y poderosa de su siglo, el veinte.

Es decir: era un cineasta que hablaba de lo que leía y lo hacía sin miedo. Además, sus adaptaciones literarias se hacían mediante un largo proceso de escritura de guión en el que solía estar implicado el autor de la obra. Echemos un vistazo al cine norteamericano reciente. Así que Kubrick no era solamente un talento magnífico sino un talento que tuvo un espacio y un lugar en el que desarrollar su complicada obra cinematográfica, ajena a las modas del mercado.

De hecho, en plenos años noventa, filmó su última y mejor película, 'Eyes Wide Shut' (id, 1999) que, como dijo Scorsese, fue la más incomprendida y la que con el tiempo, obtendrá más reconocimiento. Sorprende que la película se mantenga incomprendida, al menos si la ve uno ajeno a las opiniones mayoritarias: se percibe en ella una amplia rabia modernista, un tono anacrónico, europeo y absolutamente humanista que nadie, ni sus más toscos e insistentes admiradores, supo ver en su obra, ampliamente calificada de "inhumana" por despistados espectadores que no parecen haber visto 'Barry Lyndon' (id, 1974) como el gran y bello film sobre lo humano y la Historia que es.

Pero si uno ojea el panorama actual, decía, encontrará pocos cineastas con su libertad creativa. Si se verán rastros de su influencia en directores tan distintos como David Fincher o, el más prometedor de ellos, Paul Thomas Anderson. Pero todos ellos dependen, cuando no enteramente, de proyectos menores o alimenticios y parece improbable que logren desarrollar una carrera con la libertad que Kubrick lo hizo.

Y esto es paralelo al progreso de fetichización al que el cineasta y sus películas van siendo sometidos, año tras año, con lujosas reediciones en DVD y Blu-Ray, amplias remasterizaciones para festivales de cine y un trato señorial que, aunque merecido, no deja de ocultar una intención sospechosa. A fin de cuentas ¿para qué fetichizar tanto a Kubrick si rara vez se habla del contexto que lo hizo posible o de su amplio bagaje europeo en grandes foros?

Nos gusta pensar que existe la libertad individual y el relato mediático de Kubrick es un fetiche (de aquí que otros usen la palabra "irrepetible" sin preguntarse por qué) y también un clásico relato de libertad individual: mitificamos aspectos de su personalidad, sin preguntarnos qué clase de cultura (cinéfila y más allá) estamos creando y nos conforta pensar que fue único.

Pero no, Kubrick fue, como todos los cineastas, fruto de unos acuerdos colectivos y de unas ventajas. Empezó en un tiempo en el que el cine europeo era proyectado en muchísimas salas norteamericanas y ya su magnífica 'Atraco Perfecto' (The Killing, 1956) fue celebrada por Cahiers Du Cinema, por un joven y audaz Jean-Luc Godard.

Y resulta curioso porque los sesenta fueron una década con muchas menos tecnologías de la información, mucho menos acceso y disposición de la cultura que ahora. Sin embargo, las instituciones contraculturales, las universidades con una vocación renovadora optaron por una reorganización liberal y experimental de la cultura, creyendo en el intelecto, en la belleza, en otros valores como forma de ver y sentir el cine.

Es por eso que toda la generación que llegó al cine norteamericano de los 70, contemporáneos a un Kubrick ya laureado como maestro, también conocía a Ingmar Bergman, Federico Fellini o Michelangelo Antonioni y se animó a convertir el cine en otra cosa. Kubrick se lanza a la Modernidad al final de los cincuenta, en una década donde ejercieron magisterio Robert Bresson y Roberto Rossellini en Europa y Nicholas Ray, Howard Hawks, Alfred Hitchcock y John Ford en los Estados Unidos.

Curiosamente, en el marco del cine actual solamente Kubrick ha sobrevivido como un cineasta vivo y de culto constante entre los jóvenes, al margen de los clásicos, enseñados en las universidades, o de los europeos, cada vez más marginados y olvidados por una cinefilia emergente. Y su fetichización contribuye a que imaginemos, de manera nostálgica y falsa, un pasado en el que todo fue mejor y que, por tanto, es irrepetible.

Pero ¿y si es mejorable? ¿Y si es distinto? La gran lección de Kubrick fue la de la ruptura con una tradición nacional y con un concepto de filmografía basada en géneros o en especialidades. Ninguna de sus películas repite apenas temáticas, a excepción de dos films de guerra con un tono opuesto y una distancia de tres décadas entre sí, y todas buscan un lugar nuevo en el cine mientras bucean en las tradiciones artísticas e intelectuales del pasado Europeo.

Es decir, su revolución moderna fue combinar tradición y modernidad. Y por eso conviene que hagamos de él un fetiche, una figura que no sucederá jamás, para que nos olvidemos de que hoy es muy difícil acceder al cine desde otros lugares que no sean los convencionales, que la industria apenas permite voces nuevas o guiones heterodoxos, que los rígidos sistemas de trabajo no ayudan y que, en general, una persona joven tiene pocas posibilidades de desarrollar su espíritu si quiere sobrevivir y aprender un mínimo de técnica. La añoranza del pasado y de Kubrick cobra, entonces, todo sentido.

Mientras nos prometen un pasado que no fue nuestro, nos roban el futuro. No está pasando solamente en el cine.

Y así nos va.

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